Hace unos días escribí que la Cuarta Transformación podía salvar su lugar en la historia si emprendía un combate a la corrupción alejado de la farsa en la que terminó este propósito en sexenios anteriores.
Agregué que una condición esencial para que ello suceda es que los procesos penales que se lleven a cabo se guíen por el debido proceso y que la hoy autónoma Fiscalía General de la República realice un trabajo enfocado únicamente en el interés nacional y marque una diferencia respecto de la institución que la precedió, no permitiendo que la procuración de justicia sirva a propósitos políticos.
Aún creo que eso puede ocurrir —si existe la convicción suficiente—, pero me temo que la manera en la que ha ido evolucionando el caso Emilio Lozoya hace que se fortalezca la posibilidad contraria, es decir, que la persecución de delitos contra la administración pública termine en simples fuegos de artificio.
A diez días de que el exdirector general de Pemex regresó a territorio nacional, el proceso en su contra corre por las vías paralelas de la justicia penal y la “justicia popular”.
En muchas ocasiones, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha hablado de su preferencia por la segunda, por lo que no es extraño que hoy no sepamos de qué va a ser acusado formalmente Emilio Lozoya, mientras que la discusión pública está llena de versiones, aparentemente filtradas, de la lista de temas que aparentemente cantará el acusado.
Aquí hay dos posibilidades: si el procesamiento penal de Lozoya gira en torno de las acusaciones que se han conocido públicamente desde que éste fue extraditado —contra exfuncionarios y exlegisladores—, se comprobará que la Fiscalía permitió la difusión de información que debió mantenerse en estricta reserva. Más allá de que sean responsables o no, los presuntos implicados habrán contado con un pitazo e información para montar su defensa.
La segunda es que dichas acusaciones queden como un simple chisme que sirvió para embarrar la imagen de diferentes personas y proveyó al gobierno de un discurso —construido sobre la base de información no comprobada— que le ayude en la lucha electoral del año entrante y distraiga de los graves problemas que el país enfrenta, como la epidemia de covid y la contracción de la economía.
El proceso contra Lozoya ha comenzado mal porque, además de las filtraciones —distintos periodistas sostienen que les han permitido ver el expediente, cosa que no ha sido desmentida por la FGR—, se ha dado un trato privilegiado al exfuncionario, permitiéndole pasar sus primeros días de vuelta en México en un hospital, supuestamente para recuperarse de padecimientos que no le fueron detectados a su salida de España.
Se entiende, desde luego, la decisión de la FGR de permitir que el acusado se acoja al llamado “criterio de oportunidad” y provea al Ministerio Público de información que, de otro modo, sería muy difícil de obtener. Los grandes procesos contra la corrupción a nivel internacional han usado testigos colaboradores.
Lo que no se entiende es que Lozoya pudiera beneficiarse de penas menores o, incluso, de no ser procesado a cambio de presentar supuestas evidencias de soborno contra exlegisladores. ¿No se supone que el “criterio de oportunidad” consiste en revelar la comisión de delitos mayores a los de aquellos por los que el testigo es acusado o señalar a presuntos implicados de mayor jerarquía que la de él?
Nadie puede meter la mano al fuego por los legisladores del sexenio pasado. Cómo olvidar la frivolidad y los excesos de la bancada panista en San Lázaro que aprobó las reformas del llamado Pacto por México, como la demostrada en la juerga con prostitutas en Puerto Vallarta, en agosto de 2014.
Pero, ¿quién va a creer que sólo panistas, priistas y perredistas se corrompieron en aquella Legislatura, supuestamente recibiendo dinero a cambio de su voto por la Reforma Energética (una reforma que, por cierto, el PAN quería desde antes)? ¿Quién va a creer que no actuaron igual los diputados y senadores del Partido Verde, hoy parte de la coalición de gobierno?