La pandemia por Coronavirus nos ha privado de asistir, entre otros lugares a estadios de futbol, situación que me hace crear una especie de berrinche como si se tratara de un chamaco ‘caguengue’ de seis años.

 El 21 de abril de 1992, Puebla recibía a Chivas en el estadio Cuauhtémoc. El juego era jueves 8 de la noche, al otro día había escuela, yo acostumbraba dormir a partir de las 6 de la tarde -jamás lo entendí- y por ende mi madre era enérgica: “no vas al estadio”. Mi padre trataba de interceder por mí -lo que significaba que él también quería ir- pero la respuesta seguía siendo la misma.

 Una visita a casa de los abuelos y una pregunta lapidaria bastaron para convencer a mi madre: “¿abuelito, me llevas mañana al futbol? Ya es Liguilla y vamos a ganar. ¿Sí vamos?”. Su bigote se asentó y con su característico ceño fruncido me contesto: “Si, hijo. Vamos”. Claramente a mi madre no le quedó más remedio que acatar las órdenes de su padre y dejarme ir al con el abuelo y mi papá.

 Camino al coloso de Maravillas, paramos en la tradicional ‘tiendita’ de la 17 sur para surtirme de papitas, cacahuates y chocolates. El entusiasmo del chamaco de seis no era más que ver volar al mejor arquero que ha tenido Puebla, Don Pablo Larios Iwasaki, con una temporada fascinante y a Carlos Poblete, sin duda el goleador más grande que he visto con la Franja.

 Sentados en la fila 8 de la platea poniente, comiendo cemita, cacahuates y tomando un refresco, mi padre sugería: “tiro libre, esta la mete Zico, mira eso”. Milton Antonio Nunes lo hizo, puso la pelota al poste y para dentro. 1-0 lo ganaba la Franja.

 Y mis ídolos no me quedaron mal. Todavía en el 1-0, Pablo Larios sacó una pelota de otro partido, una atajada monumental al novel Camilo Romero. Más tarde ‘Chava’ Reyes marcó el 2-0, Ordiales descontó y llegó el gran ‘Búfalo’ a poner el definitivo 3-1.

 Carlos Poblete cobró un penal a la derecha del ‘Zully’ y la fiesta fue redonda. Abracé a mi abuelo, quien tibio gritó el 3-1 por el frío y mi padre me levantó en sus hombros para festejar, importando poco que se cayeron los pocos cacahuates que quedaban.

 La noche la cerramos de forma perfecta. Mi padre se dirigió a ‘Los Topes’, unos tacos de asada en el famoso Circuito Interior de la Ciudad de Puebla, que eran una tradición al terminar cada juego de La Franja. Qué velada.

 El berriche se convirtió en alegría y es que el camino a la escuela fue un concierto de jugadas narradas a mi madre de lo sucedido la noche anterior. Me escuchó, se alegró de mi fantástica experiencia en el Cuauhtémoc y fue contundente cual ‘Búfalo’ Poblete: “ya te divertiste, ahora el deber. No quiero menos de 8 en el examen”.

 

Por Alfredo González

 @AlfredoGL15