La primera vez que un hombre me tocó sin mi consentimiento tenía nueve años. Acababa de desfilar en Atlixco y, entre la multitud, un hombre me metió la mano bajo la falda. Francamente no entendía ni un carajo qué era lo que estaba sucediendo. Sólo tenía muchas ganas de llorar y había un nuevo sentimiento: la culpa de estar en un lugar incorrecto.

No se lo dije a nadie, no sabía si eso se debía decir. Sentía mucha culpa y me arrepentía por haberme puesto una falda, aunque fuera el uniforme. Pero me arrepentía aún más por haberme metido entre esa multitud. Claro que era mi culpa, no debía estar ahí, pensé.

Pasaron los días, los años y con el tiempo se añadieron nuevos ataques. Hombres tocando mis nalgas en el pesero, en el antro, en la calle, miradas lascivas en mi colonia, comentarios, hombres persiguiéndome… es que estoy en el lugar incorrecto, pensaba.

Cuando me vine a Alemania, el primer sentimiento que tuve fue de alivio. Ahora sí, después de veintinueve años, estaba en un buen lugar para ser una mujer. Caminaba por las calles sola y nadie, absolutamente nadie, me miraba ni me decía algún comentario. ‘No’ era ‘no’, siempre. Y así estuve un año completo sintiéndome a salvo en un lugar que no conocía, pero que me daba un sentimiento maravilloso de libertad y seguridad.

Ese sentimiento se mantuvo hasta el otoño del dos mil diecinueve.

Un sábado, después de cenar con mis amigos, volví a casa. Llegué a la estación del tren y saqué mis llaves para abrir la casa, caminé las calles que siempre recorría a todas horas. Estaba cansada, sólo quería llegar a abrazar a mi novio, quien ya estaba durmiendo en casa porque tenía trabajo al día siguiente.

Vivíamos en el departamento trece. Yo estaba frente al doce cuando escuché que alguien estaba detrás de mí. Voltee y vi un hombre, a quien le pregunté si todo estaba bien. Los siguientes minutos fueron como meterme en lo más profundo del agua y no poder salir.

Me tiró al piso, me ahorcó y me tocó los pechos, la vagina y las nalgas. Mantuvo mi cabeza apretada en el piso. Cuando sentí que mi boca estaba libre, grité lo más que pude y había un pensamiento constante: NO, YO NO, YO NO VOY A MORIRME, YO NO VOY A SER VIOLADA.

Pensé en todas las veces que en Puebla me tocó subir notas al portal sobre feminicidios; en los casos que, como periodista, te toca saber y sentir. Mi yo del pasado no tenía ni una pinche idea, hasta esa noche.

Aunque yo era la presa, un poder en mí salió. Logré moverme y gritar hasta que mis vecinos salieron. Llegué a mi departamento, desperté a mi novio y no pude hablar más que llorar.

Llegó la policía y la ambulancia. Las horas siguientes fueron preguntas y chequeos. Pero después de eso, me seguí sintiendo atrapada en el agua. Pesadillas, insomnio, dolores en el cuerpo, moretones, una tristeza infinita y llantos en la madrugada. No entendía cómo unos minutos podían quebrarte y vulnerarte de esa manera.

Y es que era que… ¿otra vez estaba en el lugar incorrecto? ¿Adónde tengo que ir entonces? No tuve que ir a ningún otro lado, los meses pasaron y recordé que la única arma es mi cuerpo, ese que puede ser vulnerado pero que también despierta una fuerza y rabia inimaginable.

Este ataque se queda en eso, en un ataque más. En una experiencia más que, estoy más que segura, desafortunadamente, comparto con muchas lectoras. Pero en esto estamos juntas, seguimos resistiendo y creando dentro de nosotras una fuerza y un lugar correcto para ser mujer.

 

Twitter: @dianaegomez

Diana Gómez escribe Cartas desde Berlín