Los padres de Adrián Ernesto, Doña Edelmira y Don Julián, acudieron al funeral de la matriarca de la familia.

Llegaron como cualquier otro miembro a los rosarios, para sentarse entre las sillas de metal que acondicionaron los 3 hijos de la mujeres para los numerosos cercanos que asistirían a velarla.

Ocuparon los lugares de la orilla en la décima fila y muy discretamente tomaron asiento, rezaron y casi al final del rosario se fueron.

Regresaron así cada día, los dos adultos mayores y se colocaron en ese mismo espacio. Ya en el novenario guardaron silencio sepulcral en un lugar fuera de la gigantesca sala y se les vio abrazados fuertemente cuando la familia expresaba en llanto el dolor por su pérdida.

Hace más de 10 años, La señora Edelmira y su esposo Julián sin más ni más, dejaron de ver a su hijo, quien una tarde lluviosa salió a hacer una transacción con una fuerte suma de dinero y jamás regresó.

Sentado a unos pasos de ellos, un joven de 28 años de edad se conmovió, era yo. Adrián Ernesto me superaría apenas por 5 o 6 años. “Tenía una vida por delante”, fue uno de los primeros pensamientos que me rodearon. Y es que literalmente a los 33-34 años tienes todo por vivir. 

“Neto”, como le decían sus amigos, fue un joven alegre, pero reservado. Vivía todavía con sus padres cuando se le perdió la pista y era totalmente dedicado a su familia. De niño fue muy alegre, juguetón y todos sus cercanos lo reconocían por el inmenso amor a su madre.

En aquella casa donde Doña Edelmira y Don Julián organizaban las fiestas de navidad más suculentas de la colonia, con luz y sonido y un ambiente generoso para la fiesta en familia, el grito de los niños fue cambiado por el de las alarmas, las flores de las puertas fueron cambiados por rejas con doble protección y el lugar donde alguna vez hubo baile y diversión, se volvió un espacio para el miedo, las dudas y el hastío.

El 10 de mayo, Doña Jovita y su esposo, presumieron en redes sociales su decorado plato de comida y juntitos celebraron en ausencia, pero sin olvido. Apenas el martes, los dos caminaron por el ancho corredor rumbo a la tumba a la que acuden a llorarle, sin estar ahí su cuerpo.

Tantos y tantos que repelemos los funerales y toda su parafernalia, y esta familia que tanto ha vivido, siguen en la ansiedad de poder despedir, como es debido, al ser amado.

¿Cuántas madres en nuestro país han tenido que pasar un 10 de mayo así, por una fallida guerra contra el crimen que disfrazó los acuerdos de unos cuantos?

Es sorprendente la fortaleza de quienes rezan por los demás, velan los cuerpos de los demás, elevan plegarias por los semejantes, aunque sea casi imposible que puedan velar el cuerpo de su propio hijo algún día.

Nada en esta historia es prueba de una verdad irrefutable, pero tampoco incurre en la ficción. Es que hay veces que la realidad es tan dura que es mejor disfrazarla y contar lo que queda, aunque no quede nada.

 

@Olmosarcos_

Máscaras por Jesús Olmos