2016, junio, UAM-Xochimilco. Llegaba yo al salón desierto, con un pobre profesor desvencijado y de hombros hundidos que buscaba enseñarnos periodismo. Otra vez no llegó nadie, mascullaba. A cuentagotas arribaban dos, tres más, mientras afuera se caía el cielo. En Lens, bajo un sol inclemente, Gareth Bale colocaba el balón y se echaba dos, tres pasos atrás. ¿Empezamos la clase, aunque seamos pocos?, preguntó el profesor. En la madre, la metió, respondí. Aún no entiendo cómo es que la red de la UAM soportó aquel encuentro. Inglaterra derrotó dos a uno a Gales en fase de grupos y el profesor se arrimó a mí. No me gusta el fútbol, dijo, pero gracias por haber llegado a la clase. No volví a saber de él, fue su último trimestre.

Escribe Rodrigo Márquez Tizano que todo campeonato arranca en la infancia. Mi Eurocopa personal arranca en 2004, con el triunfo griego, a mis ocho años. No viví el torneo frente al televisor, mucho menos en un estadio, sino en esos escasos metros que separaban la puerta de primaria del café más cercano: ahí había un proyector que transmitía los juegos. Grecia desafió mi lógica. Henry, Trézeguet, Zidane, Makélélé, Pirés, Barthez, todos cayeron. Habría que puntualizar la importancia y dimensión mítica que tiene un nombre mediático en la mente de un niño de ocho años obsesionado con el fútbol: si no son superhéroes, es porque incluso a los superhéroes a veces les duelen cosas. De grande quiero ser Charisteas, le dije a mi papá, porque ser Henry sería imposible y ganó Charisteas. En mi vida importan más los Nikopolidis, Dellas, Zagorakis, Karagounis, Katsouranis y Charisteas, que los Aristóteles, Platón, Sócrates, Parménides, Tales y Empédocles. Mejor quiero ser Araujakis, corregí. Ahora me gustaría imaginarme como un remate de Traianos Dellas: certero, inesperado, inevitable.

Si diez años después te vuelvo a encontrar en algún lugar / no te olvides que soy distinto de aquel, pero casi igual, canta Andrés Calamaro. Doce años después yo, seguramente, seguía queriendo ser Charisteas, o Araujakis, pero estaba enamorándome irremediablemente. Quizá por eso llegaba temprano al salón. Quizá por eso seguía bebiéndome los cafés que sabían a cloro y aguantando al profesor que quería enseñarnos periodismo y no nos enseñó periodismo.

Una vez que uno ha decidido que su cuerpo hierva al calor del fútbol, las competiciones son más que aquello que sucede a través de una pantalla y a kilómetros de distancia. Es más que la pelota, incluso. Medimos nuestra vida en Mundiales, pero la Eurocopa es una suerte de oportunidad para atisbar, cada dos años, en dónde estamos parados. 2016 encarna para mí aquel enamoramiento que me llevó a gritar goles en un aula vacía. 2004 es el niño que entendió que, a diferencia de los superhéroes y sus películas, el fútbol no trae guion.

2021 -que debió ser 2020, como todo lo que arrasó aquel año absurdo-, será la Eurocopa de la adultez: haber buscado otro techo, lejos del calor paternal. Una Eurocopa que es, a su vez, una suerte de diáspora: se juega a lo largo de toda Europa. Todo y nada, a la vez. Algo nuevo. No sé a dónde me lleve, no sé quién quiera ser. Por ahora, decido firmar esto como Araujakis.

 

Andrés Araujo

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