Más que por el tropiezo en sí, la derrota del viernes pasado ante Guadalajara me dolió porque me hizo recordar uno de los episodios más tristes y, a la vez, más entrañables de mi infancia: sucedió el 15 de agosto de 1993, era la primera fecha de la temporada (93-94) y, casualmente, también nos tocaba recibir a las —entonces apodadas— Súper Chivas.

Mi padre (el Pep, chiva confeso e incorregible) y yo veíamos el partido desde un palco al que habíamos accedido de manera clandestina (ventajas de llegar litúrgicamente al estadio casi dos horas antes de cada juego) sin saber que los vecinos que se ubicarían a la derecha, casi ochenta minutos después del silbatazo inicial, serían los responsables de que, apenas a mis ocho años, yo supiera a la perfección lo que significaba odiar.

Las banderas y los gritos de ¡Gol!” y “¡Chivas, Chivas!, además de las paredes del estadio Cuauhtémoc, taladraron mi rostro, y como hasta la fecha, como sucede cada vez que debo tragarme una derrota como si estuviera en patio ajeno y no en mi propia casa, no tuve otra opción que romperme a llorar.

El Pep, con la fiesta por dentro, eligió animarme con su silencio; sin embargo, supongo que mi espectáculo fue tan grotesco que el líder de la marabunta rival (conformada en su mayoría por otros escuincles de mi edad, quienes me destrozaron los tímpanos a base de cornetas y olés) decidió acompañarme en los últimos segundos de la goleada acariciando mi espalda como se acaricia el lomo de un perro lleno de miedo, coraje y abandonado a la mala suerte; una mala suerte que me perseguiría durante muchísimos años.

Aunque al momento de escribir esto me encuentro poco más que lejos de la página final, cito un pequeño fragmento de Miss Marte, segunda novela del periodista y escritor español Manuel Jabois (Pontevedra; 1978), a la cual pude llegar a pocos meses de su lanzamiento gracias a los malabares de un par de hermosos cómplices, y que reforzó aquel recuerdo y, sobre todo, la convicción de escribir sobre él:

«De la novia se contó que todo lo que tocaba se derrumbaba tarde o temprano, a veces sólo porque ella pasaba cerca. Eso era falso, pero después de la boda todo el mundo se sintió con derecho a contar lo que ocurrió a su manera, casi siempre de una forma muy literaria, quizá porque el camino más corto para olvidar un cuento de terror es convertirlo en un cuento infantil».

Cada semana, no sin arrepentimientos, no sin prisas, no sin la pesadez de hacerlo cuando hay una derrota previa, una derrota ensordecida por los vítores rivales como la de días atrás y a las que hay que poner cara de mejores cosas vendrán, elijo escribir sobre la Franja por la misma razón: para convertir los cuentos de terror en cuentos infantiles.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.

 

Atando Cabitos escribe Miguel Caballero 

@donkbitos16