El doctor Guillermo Martínez Covarrubias anduvo siempre con zapatos de nube (como diría el poeta Noel Nicola). Caminó sus días, los de una vida plena y feliz -sin que estuviera ajena de las complicaciones cotidianas-, dejando semillas por todo donde pasó.

Lo mismo en sus profesiones de médico y dentista, egresado de los días más convulsos de la entonces Universidad Autónoma de Puebla (UAP), como formador espiritual en su disciplina, de la que alcanzó el más alto grado. Para muchos fue un padre adicional, uno elegido, por su labor de guía.

En la Sierra Norte, en los días en que la tecnología era ciencia ficción y los caminos promesas de campaña de los políticos, atendió en muchos pueblos alejados a los enfermos, sin cobrar, o con pagos que la generosidad del pobre le insistían que aceptara: comida, animales de corral, un puñado de frutos.

Aquel Guillermo, en sus tempranos 20 y 30 años de edad, fue intensamente inquieto. Subió y bajó por donde quiso. Nunca se pronunció para sí un “no puedo”.

Vivió todas las vidas que le cupieron en la suya y de todas siempre se sintió satisfecho.

Es raro, pero el doctor Martínez Covarrubias, durante la década en que pude convivir con él, no fue proclive a evocar nostalgias. Le gustaba la vida del hoy, pero también sabía sentir su origen y saberse orgulloso de sus obras.

Pero si uno encontraba su hilo de especial empatía, podía acceder a sus recuerdos, a sus añoranzas.

Hacía tiempo que no practicaba la medicina, pero había sido un cirujano de práctica excelsa. Traía en la memoria a muchos colegas con los que había hecho equipo. Solía decir:“este ya partió… este también”. La generación entera se ha ido o se está yendo.

En sus ojos vivaces de siempre, en esa sonrisa tan coqueta con que solía saludar al encuentro de miradas, con más subrayada seducción a las mujeres, se le reconocía clarito una vida a plenitud. Nunca se regateó nada en sus 80 años de edad.

La política le tocó el interés en alguna época. Fue diputado, en los años cuando los representantes de izquierda eran vistos como seres extraños.

Fue un hombre forjado a contracorriente y congruente hasta el sacrificio. También algunos años, su familia debió padecer carencias, porque no cobraba lo justo por sus servicios. Porque decidió atender a los pobres sin pago.

Le gustaban los caballos y los senderos. Le gustaba la tierra agreste, a la que sólo se podía llegar por avionetas ligeras y peligrosas. Solía regresar con gusto a los pueblos en los que ejerció.

Hacía años que la vida lo llevó a ser un guía espiritual. Es forjador, de muchas maneras, de carreras de éxito de quienes lo vieron y lo ven como un maestro de vida.

Platicamos mucho y de muchas cosas, pero hoy que está tan reciente su partida, me irrumpen los recuerdos sin tino, sin orden.

Siempre saqué de él una enseñanza y un consejo. Me acogió, creo, en su corazón como a un hijo.

Su ausencia va a ser muy grande, pero sus días son un enorme ejemplo de cómo se debe vivir sin miedos, sin límites y sin regateos.

Lo abrazo en mi memoria y, virtualmente, también a sus hijos: Sara, Rafael y Antonio. A sus nietos todos y con un cariño especial a mi pequeña, por la partida de su abuelito.

Nos hará muchísima falta, pero nos ha dejado luz a manos llenas, para encender todos los caminos.

 

@Alvaro_Rmz_V

Piso 17 escribe Álvaro Ramírez Velasco