Durante mi infancia, la idea del «aliento vital» era, más bien, una caricatura de lo mágico. Sobre la figura de barro que más tarde sería el hombre, dios «sopla» su aliento con el fin de otorgarle vida. La imagen se repite una y otra vez en los dibujos animados. De algún modo, el resplandor que despiden las varitas mágicas sobre los cuerpos inanimados es una figuración del aliento sacro. Luego del encantamiento del mago, pequeñas partículas de luz caen hasta el piso, lentamente, como si se tratase de otro proceso alquímico: de pronto, la luz también posee peso, también adquiere cuerpo, así como el alma adquiere, con todos los dolores que demanda la vida, la forma de la carne. Ahora, todo este arquetípico litúrgico, cristológico incluso, si bien profundo, me parece irrelevante. Creo que hay otra alegoría, otro proceso simbólico que se me escapa.
Los griegos, y más tarde los latinos, compartían cierta base empírica en la comprobación de la vida. La antigua práctica de colocar un espejo bajo la nariz de un enfermo es, acaso, el ejemplo más obvio. A diferencia de los desesperados que consideran el corazón como símbolo de la vida, los antiguos creían que esta descansaba en la respiración. Si pudiéramos preguntarles cual es la primera parte del cuerpo en morir, estos dirían, sin duda, que el tórax, que su falta de contracción es el primer signo de la ausencia del alma. De aquí, entonces, la morfología de «neuma» o «anima». Si bien se utilizan como designativos del alma, los términos señalan aquello que los hebreos identificaban por soplo, aliento; etc. Son, digamos, expresiones fisiológicas, antes que abstractas. El alma, alguna vez, tuvo la apariencia del aire, pero nuestra memoria es pobre y atrofiada. Aun así, la idea sobrevive en lo animal.
Durante la primera noche, los cachorros más tímidos suelen buscar refugio en el pecho de su dueño, colocan su cabeza encima del tórax o del vientre para así, comprobar que su compañero no es inanimado, sino «animal» (anima-lis, aquel que respira). Es decir, por medio de la respiración comprueban que no están solos. Pero el asunto no queda ahí. Noches más tarde, cuando la relación entre un perro y su dueño se vuelve más estrecha, es común encontrar escenas donde la mascota invade la cama de los que duermen, y sea con estruendo o con sigilo, el animal acerca su nariz hasta el rostro de su semejante. Así como nosotros, niños o adultos, comprobamos la respiración de nuestros padres, abuelos o hijos, así también los animales comprueban que seguimos ahí, dispuestos a volver a levantarnos. Tal relación, sin duda, es desesperada, pero la desesperación no es exclusivamente canina, porque la consecuencia inmediata de la respiración es la voz, los alaridos, la palabra y, en consecuencia, los nombres. ¿No hay, en la sorpresiva aparición de un ser querido por medio de la voz, un leve respingar, una pequeña brisa que hace temblar el cuerpo? Y del mismo modo, ¿no existe, en la pronunciación de lo prohibido, una terrible catástrofe, un huracán que amenaza con destruir todo a su paso? Nosotros también demandamos constantemente la respiración del otro, como si todo tratase de una economía «neumatológica». En el quiebre de un lazo afectivo, en la muerte que arrasa con la presencia de lo familiar, en la sagrada oración de un religioso, en todas las formas imperfectas del diálogo, el sujeto que habla demanda una sola cosa: háblame, devuelve tu voz, tu respiración, a este vacío que es el silencio.
Pienso, entonces, en el famoso cuadro de Francis James Barraud, His master voice, que si bien fue el rostro publicitario de una empresa de fonógrafos, no deja de ser interesante por cierto relato que Derrida nos hereda. El perro trae por nombre Nipper y su amo, hermano de Francis James, ha muerto hace algunas semanas. El milagro, entonces, ocurre cuando el pintor reproduce la voz de su hermano con el fonógrafo. Su perro, quien escucha la voz, no solo corre hasta el lugar de la máquina, sino que guarda asiento y observa, impaciente, algún otro sonido. La forma en que lee Derrida este relato es de corte político. No importa si los sujetos dominantes se encuentran vivos o muertos, para que el poder pueda llevarse a cabo, sólo es necesario la reproductibilidad del dispositivo de control que, en este caso, es la voz. Pero lo que yo leo en la pintura es otra cosa. No es que el perro esté esperando ansiosamente alguna orden o algún indicio de sentido. A mi parecer, el perro contempla, impávido, la posibilidad de que el objeto «respire», pero no como lo hacen los animales extraños, sino, más bien, que respire como lo hacía su antiguo amo.
La imagen, creo, encuentra su paralelo en la experiencia humana del quiebre. Sea en el colapso de una relación o en el rencuentro de algún familiar extraviado, lo que uno espera del otro es, precisamente, cierta normalidad en la respiración proyectada por su voz. Si los tonos son distintos, si las palabras anuncian contradicciones emocionales, si la voz está un poco «ida», dejada al viento, como si nada importara, sin duda, nos damos cuenta de que estamos delante de una modulación del fin, pero, aun así, mantenemos la esperanza de que, de pronto, el otro nos vuelva a hablar como siempre lo hacía, con aquella naturalidad que desprende la respiración de un animal tranquilo. Esa fe, me parece, es la misma que mantiene la espera del perro delante del fonógrafo.
Por esto, cuando recordamos la relación que mantenemos con nuestras mascotas, recordamos, acaso, dos modalidades de interacción. En primer lugar, aquellos escenarios donde hablamos con nuestra mascota con un tono de voz específico, con ciertas palabras especiales, y luego, el animal moviendo su cola, mirándonos fijamente, como si ya no pudiera contener más su alegría. La felicidad, sin duda, no viene del significado del lenguaje, no solo porque hay un abismo entre el habla del ser humano y del animal, sino porque la palabra es, como dijimos antes, un instante secundario. La felicidad que hay entre el habla de un humano y su mascota descansa en el ritmo de la respiración. Sé que mi perro está contento, además de su cola, por como sus exhalaciones dejan escapar pequeños ruidos de satisfacción. Cuando lo abrazo, su nariz descansa en mi hombro. En mi oído, se asoman todos los horizontes del amor animal. Del mismo modo, mi perro, al escucharme, no espera una orden, no espera alguna instrucción que aclare su quehacer. Más bien, disfruta el sonido de mi voz, no como lo haría un enamorado o un psicópata, sino como lo haría quien escucha una canción que lo hace feliz. Me parece que la lectura talkieana de dios es correcta. En la instalación de la voz en el mundo, que es su respiración, también se manifiesta su naturaleza musical. La creación abrahámica podría ser, perfectamente, el resultado de una partitura.
Pero más delicado aún me parece el segundo suceso. Hay otra escena que recuerdo constantemente a propósito de mi perro. Quizá, el momento de mayor intimidad es cuando, recostados, o bien, mirándonos fijamente, guardamos silencio, pero aquí, el silencio no es gesto de la desesperación, más bien, es gesto de sí mismo, porque no hablo del silencio como figuración de la nada, más bien, hablo del silencio de la voz, la desaparición de todas las florituras que recubren el anima, la neuma. Hablo de la presencia absoluta del alma como exhalación. Cuando guardo silencio junto a otro y en esa quietud siento placer, no es que mi disfrute provenga de la tranquilidad, es decir, de la desaparición de los referentes, más bien, esta proviene de la identificación del otro como cuerpo. No hay necesidad de palabras para saber que el otro «sigue ahí», porque todo su cuerpo, que es una parte indivisible del mundo, me confirma su presencia. No necesito comprobar que sigue vivo, no necesito saber si acaso estoy solo, porque su respiración no encuentra final, nada la interrumpe, ninguna boca disecciona el aire, ninguna lengua la gesticula. La respiración del otro es continua, podríamos estar una eternidad junto al otro sin articular ninguna palabra. Tal experiencia, si bien residual en las relaciones íntimas con otras personas, sólo aparece prístina en la amistad con algún animal, porque toda su existencia, acaso, es evidencia de ese silencio vivo, de ese vacío que no es muerte, sino una presencia indiscutible de lo que existe. Sé, entonces, que mientras nos mantengamos vivos, ni uno de los dos estará solo. Esta es, entonces, la premisa de toda amistad sincera: espantar en el otro todas las formas del vacío, inclusive la muerte.
Por Víctor González Astudillo