En un lugar del país, de cuyo nombre procuro no acordarme -pero que pudo ser Puebla-, han vivido dos primos unidos por lazos sanguíneos muy cercanos, pero también separados por la hiel mutua que, desde la cuna misma, cargan en el alma.

Uno, de casa de abundancia, a quien llamaremos Moisés, recibió siempre todo de su padre: cariño, lisonjas a granel, mimos y la noción de que el mundo era todo para él y que la gente debía amarlo tanto como lo hacían sus progenitores.

Moisés creció en un poblado de mediano tamaño, pero aún considerado una provincia, como cualquier otro, como muchos, que bien pudo ser parecido a Tecamachalco.

El otro primo, de casa humilde, aunque no realmente pobre, desde muy niño aprendió que el esfuerzo es la única vía para que el pan llegue a la mesa.

Ale, le decía su abuelita, quien lo crío, pues quedó huérfano a los nueve años, cuando, desde la mirada desconcertada e inundada de lágrimas de su niñez, sintió la ausencia de su madre.

De ella solamente conserva ecos de su voz y de su aroma, desde la memoria onírica de su infancia.

Vivió en un poblado agrícola del centro de un estado, con vocación para el cultivo de hortalizas, tunas y nopales, que bien pudo ser Acatzingo, pero en el que no había nacido.

Alejandro vio la luz en el calor mixteco, muy parecido, por ejemplo, al que hay en Izúcar de Matamoros, en donde su padre trabajaba y al que veía muy poco. De ahí la separación, de ahí la tragedia de la orfandad y la crianza de la abuela.

Moisés es ocho años mayor que Alejandro, pero en realidad poco convivieron de niños, pues al morir la mamá del segundo, hermana del padre del primero, las visitas familiares y los lazos sociales se extinguieron. Algún rencor se asomó y permaneció tras el duelo.

En Tecamachalco, el primo rico vivía como tal. Sabía de su superioridad económica y, en consecuencia, se comportaba con desdén y sobrada seguridad.

A unos kilómetros, en Acatzingo, el otro primo salía al campo para aprender a cosechar la tierra y luego muchos oficios más.

El tiempo los separó más, pero luego de casi dos décadas, los volvió a cruzar.

Alejandro consiguió ser presidente municipal de su pueblo adoptivo por el partido mayoritario, que pudo ser uno como entonces era el PRI.

Moisés consiguió, con base en las relaciones de su padre y luego las suyas, de alta alcurnia e identificación de casta, acomodo en el equipo del entonces gobernador. Un mandatario como cualquier otro, como muchos de la era del priato hegemónico. Uno que se pudo llamar Manuel y apellidarse Bartlett; o no.

El primo de Tecamachalco fue nombrado en esa etapa presidente del PRI. El primo de Acatzingo jamás “le pidió frías” -cuentan los testigos de la historia- y eso le molestó a Moisés y acrecentó el odio añejo.

Las carreras de los dos siguieron muy distintas y distantes.

El otrora niño que trabajó el campo se acercó a los poderosos de sus tiempos y ocupó cargos relevantes, en la función pública y en la arena parlamentaria.

También llegaría a ser presidente estatal de ese partido al que había pertenecido Moisés, quien ya andaba en otras filias y fobias, pero siempre de la mano del ex gobernador, que bien pudo ser considerado un dinosaurio político.

Moisés trepó oportuno al barco que, con el tiempo y las coincidencias históricas, llagaría al poder total. Sus padrinos, sus relaciones y los chistes excelentes que suele contar, le abrieron las puertas.

Alejandro también saltó a tiempo, pero cual trapecista sin red, y renunció al partido otrora hegemónico. Lo hizo con la estridencia que lo caracteriza.

Alejandro, considerado por sus propios familiares como “un político de tierra y del pueblo”, llegó al Senado de la República con una votación histórica, de la misma manera que la fortuna le había sonreído en sus cargos anteriores de elección popular.

Moisés, en cambio, cobijado en la cúpula aristocrática del nuevo régimen, recibió los beneficios que le brindaron sus compañeros de fiesta y los celebradores de los excelentes chistes que cuenta.

Se colocó en la cima, desde donde sigue viendo para abajo a su primo, aunque en realidad él tiene un mejor estatus político.

El desdén familiar, las miradas de soslayo del rico hacia el huérfano retumban en la mente de los primos. Los lazos son sanguíneos, pero no hay encuentros. Son muy distintos.

Se aborrecen en silencio y se saludan con lenguas de terciopelo y cortesías simuladas.

Ahora con el horizonte por delante, ya no desde sus pueblos, sino con la ambición genuina o maliciosa en las pupilas -una es la de cada uno-, los dos quieren ser los mandamases de su estado. Pero el lugar es solamente para uno.

Hay hiel entre esos primos que comparten un apellido poco usual pero un apellido como muchos, un apellido muy poblano, que pudiera ser Mier.

 

@Alvaro_Rmz_V

Piso 17 escribe Álvaro Ramírez Velasco