/ @revistapurgante
Emam itwaan emam akar epei, “ninguna persona es una isla”, en lengua turkana, es uno de los proverbios más recurridos entre la etnia homónima, la más numerosa en el territorio del mismo nombre. Turkana, la provincia más extensa, aislada y desconocida de Kenia, una región de la nación africana cuyo elemento central es un lago de origen tectónico e historia volcánica, salpicado de islas conectadas entre sí por rutas de pescadores furtivos y aves migratorias, por el olvido y la distancia del resto del país, del continente y del mundo. Un paraje seco, caliente, yermo e infinito, en donde las condiciones de vida hacen evidente que los humanos, en tanto animales, no estamos hechos para vivir en soledad, aunque pretendamos vivir escudados en ella.
En Turkana, todo está interconectado, el sol y sus rayos con la luna y las estrellas, las palmeras y sus frutos con el agua y sus peces, las acacias y sus espinas con los escorpiones y las serpientes, los camellos y las cabras con el hombre y sus esperanzas.
Aquí, en Turkana, las islas son continentes y los hombres y mujeres, la humanidad entera.
El origen del hombre
Descubierto en 1888 por el explorador húngaro Samuel Teleki y su correligionario austriaco Ludwig von Höhnel, y originalmente nombrado Lago Rodolfo, en honor del mecenas de su expedición, el príncipe heredero de la corona austrohúngara; el Lago Turkana, con sus más de 6,400 kilómetros cuadrados de extensión, el equivalente a países del tamaño de Suiza, Dinamarca u Holanda, fue, junto con el vecino valle del Omo, en Etiopía, una de las últimas regiones del África del Este en ser recorridas por expedicionarios europeos. Su difícil acceso y su aridez, traducidos en un completo desinterés por parte de la potencia colonial preponderante en la región, Gran Bretaña, hicieron que los tesoros del país Turkana sobrevivieran, prácticamente intactos, a la vorágine imperialista de aquel siglo. Incluso, conservándose así hasta nuestros días.
“Estamos parados sobre el origen del hombre”, dice con convicción Rolf Gloor mientras señala con la mirada la vastedad de las aguas del Turkana, que se funden, desde su orilla septentrional, hacia el sur, con el horizonte. El suizo afincado en Kenia desde finales de los años 70 ha hecho de la costa del imponente lago su hogar desde el 2008. Con interés en la historia y la antropología de la aún poco explorada región, Gloor ofrece sus servicios de transporte y hospedaje, situados junto al manantial Eliye, justo a la mitad de la costa occidental del Turkana que alcanza los 250 kilómetros de largo, tanto a turistas intrépidos que recorren el continente por tierra y en solitario en equipadas caravanas, como a equipos arqueológicos venidos desde Europa que trabajan en desentrañar los secretos aún ocultos bajo el suelo rojo de la región.
“Aquí es donde todo empezó, de cierta forma todos estamos conectados a Turkana”, reflexiona Gloor mientras recorremos la zona de excavaciones de Koobi Fora, en el extremo nororiental del lago, conocida como “la cuna de la humanidad”. Las diversas estructuras de concreto y metal que se extienden por escarpados de piedra volcánica protegen del sol y del viento el área de hallazgos paleontológicos más extensa e importante de Kenia. Múltiples restos de australopitecos y homínidos han sido descubiertos e investigados en este remoto paraje. El más conocido, quizá, el denominado niño turkana, el esqueleto de Homo erectus más completo y mejor conservado del mundo. Dicen que los turkana descienden de él, de ahí tal vez su carácter indómito, su resistencia a la colonización británica, su capacidad de adaptación, su resistencia, su orgullo y entereza.
Un paraíso en peligro
“Ahí, en aquella esquina, debajo del cráter y entre los matorrales verdes, mira”, me indica Dave mientras me extiende los binoculares para afinar la vista. El fornido y gracioso guardaparques de los Servicios de Vida silvestre de Kenia (KWS, por sus siglas en inglés), la dependencia del gobierno keniano a cargo de la protección y operación de la vasta red de reservas y parques naturales del país, insiste, con su largo brazo extendido, que fije la mirada en los puntos color rosa pálido que asegura se vislumbran del otro lado de la conocida como laguna de los flamencos. Flamencos que por más que Dave se empeñe, brillan, en estos días, por su ausencia.
“El contacto humano ha sido devastador”, reconoce el funcionario forestal con el ceño fruncido y los ojos tristes sobre una de las dos principales causas que a lo largo de la última década han mermado la presencia en la región de Turkana de algunas de las especies que otrora poblaban el lago y sus islas. “Antes, un manto color de rosa cubría toda la laguna”, explica sobre una de las tres lagunas que ocupan antiguos cráteres en la isla Central del Lago Turkana, aún activa volcánicamente, la cual junto con la isla Sur y la costa noreste conforman el Parque Nacional de Turkana, reconocido por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad desde 1997, por su valía ecológica, cultural y paleontológica.
El incremento de pescadores furtivos, venidos desde el Lago Victoria y otros puntos de la geografía keniana a las aguas del Turkana, ha provocado no solo que los flamencos que hace apenas unos años pasaban la mitad del año en su isla Central hoy opten por otros derroteros, sino también un preocupante descenso en la población de cocodrilos del Nilo (antiguamente la más numerosa de todo el este de África), cormoranes, distintos tipos de garzas y martín pescador, diversas clases de serpientes y reptiles e, incluso, especies de peces endógenos que hace meses no se avistan en el lago. Además de la amenaza de la pesca y la caza furtivas, los efectos de la emergencia climática que aqueja al planeta también estrujan las posibilidades de supervivencia del frágil ecosistema que sustenta el Turkana. La crecida de las aguas del lago más de un metro en 2020 que alteró significativamente el equilibrio entre varias especies, la errática lluvia que si bien antes llegaba solo 4 días al año ahora resulta imprevisible y la creciente salinización de sus aguas son sólo algunos ejemplos de ello.
Wild, Wild West
Una vez cada cuatro meses, si Dios se lo permite, el padre José realiza la peregrinación debida desde su misión, en los confines del Lago Turkana, en tierra de nadie, hasta la casa conventual de su orden religiosa, los Misioneros de Guadalupe, situada en Karen, uno de los suburbios del suroeste de Nairobi, la capital keniata.
Ahí se reúne con el resto de los misioneros de su congregación, junto a quienes realiza ejercicios espirituales y analiza los pormenores de la parroquia que se le ha encomendado. No es un trayecto sencillo, toma por lo menos doce horas en coche. Como preparativo, el padre José se levanta al alba para realizar el sacramento de la eucaristía y al despuntar el sol emprender el camino. La carretera está en un estado que prefiere no definir, asfalto que termina convirtiéndose en terracería y dunas de arena intransitables. Siempre carga consigo un par de billetes de 500 chelines, es lo que dictan las reglas del trayecto. Tiro por viaje, su automóvil, una aguerrida camioneta 4×4, se ve forzado a detener la marcha ante algún retén ilegal controlado por grupos de jóvenes que portan sendas AK-47 al hombro, quienes a cambio de una pequeña contribución permiten seguir el paso. Si el infortunio lo agarra a uno sin efectivo, puede no vivir para contarlo.
La provincia de Turkana ocupa en el imaginario popular keniano el equivalente de lo que en el siglo 19 fue el Viejo Oeste para los estadounidenses, una tierra de nadie, de pueblos perdidos, en donde la única ley que prevalece es la del más fuerte. Un lugar alejado de todo y de todos, en el que sólo los más aventureros, o aquellos que quieren escapar de algo o de alguien, ponen pie. “¿A Turkana? Imposible, ¡estás loco!”, la reacción se repite con cada interlocutor en Nairobi, Mombasa o Kisumu, las principales urbes del país, al que se interpela si conocen, planean o desean viajar a Turkana. Un rotundo no, conectado con un desconocimiento de la realidad de aquellos rumbos que conquistan a quien, desestimando prejuicios, decide emprender la travesía.
A mitad de su estancia en Nairobi, que nunca sobrepasa las dos semanas, el padre José, invariablemente, comienza a extrañar Turkana, a sus feligreses y su muy particular forma de ver y entender la vida. “No somos islas, ¿sabes?”, afirma con una sonrisa, recordando el proverbio turkana. Ya son más de 30 años que el misionero vive en los límites fronterizos de Kenia, Etiopía y Sudán del Sur, entre el pueblo turkana y sus collares y brazaletes de chaquira multicolor, empapado por sus costumbres tribales y por su naturaleza indómita.
Aunque no ha sido una tarea fácil. Lidiar con las arañas del tamaño de un gato que abundan en la región y evitar su picadura, que resulta mortal, le sigue quitando el sueño. Ha enfermado de malaria, esa sombra negrísima que se yergue sobre Turkana, en múltiples ocasiones y los estragos del caprichoso clima y la lejanía han dejado huella entre las arrugas de su frente y su corazón, que tanto echa de menos a su natal Guadalajara.
Aún así, el padre José no podría imaginarse viviendo en ningún otro lugar. Sabe que siempre estará en África, a las orillas del Lago y de su pueblo. Es la lejanía de Turkana, su inaccesibilidad, lo que le hace sentir esa improbable, aunque entrañable, cercanía.
Por Diego Gómez Pickering / @gomezpickering