Marcio mira la escena incrédula: una veintena de hombres remueven barro, troncos y piedras para desenterrar los cuerpos de sus padres, cuya casa en la que vivieron durante 30 años fue arrasada por un devastador temporal en el litoral brasileño.

Doña Neuzinha y don Mauro, como los conocían los vecinos de Vila Sahy, en el estado de Sao Paulo, “estaban siempre juntos y así los encontraron”, dice sin comunicar su apellido Marcio, antes de romper en llanto sobre el hombro de un allegado.

La vivienda quedó reducida a un montón de escombros por el alud que dejó una grieta en la mata de la colina y una marca de dolor profunda en la comunidad más damnificada por el temporal del fin de semana, donde murieron al menos 48 personas y 38 están desaparecidas. Los deslizamientos en este y otros puntos de la costa borraron la carretera y dejaron aislado el municipio de Sao Sebastiao, con el acceso limitado a barcos y helicópteros.

En las laderas de Vila Sahy trabajaban el martes bajo el sol del mediodía decenas de bomberos, militares, policías, voluntarios y vecinos, en una misión común: hallar a las personas sepultadas por los desprendimientos que arrasaron parcialmente esta urbanización improvisada de unos 3 mil habitantes.

Con máquinas excavadoras, motosierras, palas y hasta tecnologías de radiofrecuencia para detectar la señal de celulares, los grupos de trabajo se distribuyeron por el lugar.

Mientras más pasan las horas, casi nadie espera nuevos milagros. “El barro con muchos materiales acumulados y la cantidad de casas próximas dificultan la tarea”, indica Rodrigo de Paula, capitán de una brigada de bomberos civiles, antes de continuar con sus labores.

MIEDO

Maria Vidal conocía a muchos de los que no tuvieron “suerte” de sobrevivir al torrente que pasó frente a su puerta, en lo alto del barrio. “Me temblaban las piernas; solo intentaba agarrar a mi nieto”, relata la mujer, de 50 años, quien nunca vivió una tragedia parecida.

“Las imágenes de niños muertos se me repiten sin parar”, lamentó, acomodándose el cabello rizado para disimular el llanto frente a su nieto de cuatro años, que hacía volar un muñeco de Superman. Con su casa intacta, Lucas da Rocha tampoco ocultó su tristeza por perder “lo importante”: amigos.

“Estoy esperando a que se libere la ruta para irme con mi familia. El morro puede volver a derrumbarse en cualquier momento”, señaló este padre de dos niñas, de 31 años. Por la tarde, nuevos nubarrones y truenos obligaron a interrumpir los rescates. La lluvia avivó la amenaza. “No se puede vivir con este miedo”, sentenció da Rocha.