/ @revistapurgante

 

Fue un acto necesario, no podía escudarse en que lo había cometido sin pensar. Involuntario había sido echarse a llorar al llegar y ver a Fernando con la camiseta de Argentina. Sorprendido, el hombre la había abrazado y consolado, sin entender bien la situación. Si lo pensaba bien, había sido toda una tarde de impulsos y, aunque a esas alturas andaba emocionalmente descontrolada, supo muy bien lo que hacía.

La situación lo requería: Argentina, su Argentina querida, jugaba la final del Mundial contra Francia, su repudiada Francia, donde intentó vivir y terminó apenas sobreviviendo 6 meses, bajo la inclemente mirada de superioridad del resto. Para Fabiola no era un partido, era una venganza personal. Por eso había llorado cuando vio a Fernando apoyando a Argentina, por eso hizo lo que hizo.

La casa era de Carmen, una española. Se reunieron allí Fabiola y Fernando, también español, el polaco Stefan, la holandesa Tess y su marido australiano Dylan y el perrito, que no era mexicano, pero sí chihuahua, Piquín. Cuando se juntaron, hablaron en inglés, se rieron, prepararon los aperitivos y las bebidas, y el ambiente respondía a una reunión de amigos, tranquilos y relajados, de domingo. Excepto para Fabiola, a la que corroía un nervio profundo y oscuro. Sonreía por fuera, con la congoja oculta en el centro del pecho. Por suerte, Fernando, futbolero, la entendía y la animaba, silbando “Muchachos…”, el cántico que la afición argentina había entonado durante todo el campeonato.

Cuando terminaron en la cocina, el grupo se trasladó al salón. Carmen trabajaba aún hasta las 5 encerrada en su habitación y la ausencia de la dueña provocó un momento de confusión para Fabiola a la hora de elegir su lugar. Los demás se sentaron sin pensar, pero la argentina se sentó primero en un sillón, se cambió a una butaca, al rato volvió al sillón. No encontraba sitio y finalmente se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Entre cervezas, patatas fritas, aceitunas y zanahorias crudas con hummus, arrancó el partido. Fabiola se mordía las uñas, rellenaba el mate que no compartía con nadie solamente en los minutos pares, se colocaba el pelo en los impares. Fernando vibraba con ella, y los demás, alineados con la argentina, gritaban algo
impostados a favor de la albiceleste. El perro ladraba feliz, quizá también nervioso por tanto desconocido en su salón. Fabiola solo apartaba la mirada de la pantalla para jugar brevemente con el animal: “Sos fan de Messi vos, ¿cierto? ¡Más vale, pa!” le decía y el perro ladraba y parecía entender.

Llegaron los goles, la alegría, la explosión, el ponerse de pie y aplaudir, el abrazo entre Fabiola y Fernando, exagerado, violento, en el primer gol. En el segundo se limitaron a chocar las palmas. Carmen salió a la segunda vez para pedir menos ruido, porque estaba en una llamada.

Fabiola, que estaba cantando “ahora nos volvimo´ a ilusionar”, se sentó de nuevo en el suelo, empequeñecida ante la advertencia. Stefan, mientras tanto, se levantó y fue a fumar a la ventana. A Fabiola le puso muy nerviosa el cambio de posición del polaco. Deseaba que volviera a su sitio cuanto antes y ahora su mirada competía entre la pantalla, el polaco y Piquín, porque el perro, encariñado con la argentina, se le había acomodado en el regazo. También miraba a los demás con complicidad cuando el comentarista decía frases del tipo “no la pudo coger”. Nadie le devolvía la mirada y recordaba entonces que el idioma oficial de la velada era el inglés.

En el descanso, Stefan fue a la cocina, Tess y Dylan aprovecharon para ir al baño, ante la advertencia de Fabiola de que nadie podía ir durante el partido, porque se consideraba mala suerte, Fernando llamó a su novia, Fabiola jugó con Piquín. Carmen terminó de trabajar y, al empezar la segunda parte y ver el resultado, dijo: “Yo quiero que gane Argentina, pero pobres franceses, que metan un gol o dos para que esté interesante”. Los ojos de Fabiola se agigantaron hasta abandonar las órbitas y entonces sí encontró la mirada de complicidad y miedo de Fernando. ¿Cómo decía eso aquella mujer? ¡Y con esa frialdad e incluso simpatía! Se rieron nerviosos al entenderse sin palabras.

Tampoco se atrevieron a contestarle a Carmen más que con un par de comentarios amistosos. Al fin y al cabo, era su casa.

El partido avanzaba, plácido para Argentina, sin llegadas de Francia que anunciaran riesgo, el grupo hablaba de otros temas, un poco aburrido ya de la final. Exceptuando a Fabiola y a Fernando, que comentaban las jugadas. “¿Sabes que aún toca sufrir, no?” le dijo Fernando, “esto es una final del mundo, Francia todavía va a aparecer”. La primera reacción de Fabiola fue de incredulidad, sintiendo las palabras de Fernando como una traición a la tácita complicidad que fluía como un río espeso entre los dos, desde aquel primer abrazo de la tarde. Abrió la boca con un insulto preparado y, en ese momento, la voz del comentarista atrajo las miradas. Argentina cabalgaba en busca del tercero en un contraataque y, de pronto, Stefan se incorporó del sofá y dijo “Now, ¡esto is gol!”. La jugada se malogró y Fabiola quería matar al polaco. “¡Lo mufó!” gritó a nadie, con toda la violencia metida en el cuerpo, en las extremidades tensas. Fernando vio que Fabiola no estaba de broma y avisó a Stefan: “Don´t do this again. Or you are getting a punch in the face” explicó, con un gesto universal en dirección a la calentísima Fabiola, que cada vez encontraba menos refugio en aquel salón.

Y lo peor estaba por venir. El primer gol de Francia, el segundo, los impulsos cada vez más descontrolados. Argentina, tan lejos de pronto. Nadie, ni Carmen, se atrevió a celebrar el segundo gol de Francia, aunque lo hubiera vaticinado y quién sabe si incluso provocado con sus palabras. Fabiola solo miraba hacia abajo, hacia el suelo y hacia Piquín, al que ya no hacía caso. Pensaba, tragándose las lágrimas, en su madre, en su hermana. En la bronca que debían tener encima. Los extranjeros de aquel salón le musitaban tristes y tímidas palabras de ánimo, Carmen decía convencida que “ahora sí va a ganar Argentina”, Fernando le rozó la cabeza con la mano un par de veces, sin atreverse a más. Entonces Stefan hizo un comentario banal: “Yo puesto la…
sparkling wine en el nevera… for nothing”. Fabiola entendió y explotó: “¿Cuándo lo pusiste?” gritó mientras se levantaba. Piquín jugueteaba cerca de las piernas de la argentina y se asustó y ladró en un tono muy distinto al de antes. El polaco no comprendió ni la actitud ni la pregunta. “When did you put it on the freezer?” cambió Fabiola de idioma, pero no de actitud. “Eh… during the break”. Es decir, en el descanso, es decir, cuando Argentina todavía dominaba 2–0 el marcador. “¡Sacalo, sacalo ya! Put it out!” gritó fuera de sí Fabiola. Stefan creía que era víctima de una broma. “¿Sos boludo? ¡Andá a la cocina y sacá la puta botella del freezer, tarado!” Fernando medió, le susurró “keep calm” a Stefan al pasar en dirección a la cocina y anunció al volver que el cava estaba fuera de la nevera y que tendrían que beberlo caliente. Fabiola no le agradeció la referencia a la posible victoria. Suficiente tenía con sentirse observada por todos los demás, en absoluto silencio ante el momento vivido. El árbitro pitó el final.

“Este perro se está meando” dijo Fernando. Era obvio que la argentina quería que Carmen saliera de casa o, al menos, del salón, porque las matemáticas no engañaban: sin Carmen, dos goles de Argentina; con Carmen, dos de Francia. Sin embargo, la locura de Fabiola tenía un límite, y ese era echar a gente de su propia casa. Para eso sirvió la sutileza de Fernando, que guiñó un ojo a su amiga cuando la treta funcionó. Carmen fue bastante fácil de convencer y salió con Piquín al empezar el segundo tiempo de la prórroga, porque el partido le importaba francamente menos que su perro. No habría ni llegado al portal, no habían llegado ellos a la frase de “quiero ganar la tercera” del cántico ritual, cuando Argentina se puso por encima de nuevo. 3–2, Messi, como siempre, con suspenso y todo, con revisión del gol, pero válido. Fabiola se levantó de nuevo, también violentamente, pero en una actitud muy distinta y se abrazó con Fernando, al que hacía casi partícipe del gol, autor del primer pase de la jugada. Sus cuerpos chocaron pasionales, dos estrellas fugaces que chocan en el aire y caen al sofá, enredados, vueltos uno. Fue un abrazo puramente argentino.

Minutos finales, tensión, silencio denso. Stefan iba a comentar algo, le miraban Fabiola y Fernando y se lo pensaba mejor. Tess y Dylan, personas tímidas y casi neutrales en lo futbolístico, apenas despegaban los labios desde el incidente del cava. Entonces sonaron las llaves de casa en la puerta. Minuto 116. Volvió Piquín corriendo y moviendo la cola, premonitorio, y detrás Carmen. Ocasión para Francia. Fabiola, desesperada. “Me voy a duchar…” anunció Carmen. Fabiola, esperanzada. Pero terminó la frase: “…para irnos a celebrar la
victoria”. Minuto 117. Penalti a favor de los franceses. “Lo para” dijo Carmen, esperando a verlo para irse a la ducha. “Lo mufó, lo mufó…” musitaba Fabiola, en caída libre dentro de la montaña rusa de emociones que, en realidad, ya poco tenían que ver con el partido.

Lamentablemente, Carmen no era de las personas que tardan mucho en ducharse. En apenas cinco minutos, volvió al salón, en albornoz, secándose el pelo. “No te preocupes, cariño, que, aunque sea en penaltis, ahora gana Argentina” le dijo Carmen a Fabiola. Si la argentina hubiera tenido un arma… Las caras de los extranjeros eran de cuadro de Munch. Fabiola estaba desencajada. Carmen, todavía en albornoz, trajo una tarta de queso y un cuchillo, que dejó en la mesa. “Me voy a vestir y vengo para los penaltis” advirtió Carmen. Para Fabiola fue una amenaza. La argentina dejó su lata de cerveza en la mesa, con cuidado de que el logo quedara frente a ella. Y al dejarla vio el cuchillo. Y nada más verlo, supo lo que iba a hacer. Cortó la tarta, la sirvió en los pequeños platos que había traído Carmen para tal efecto y llevó el plato grande, junto al cuchillo, a la cocina. El locutor resumía con énfasis lo acontecido en el partido y Fabiola lo escuchaba desde lejos. “Se puso Argentina por delante…” oía, y añadía mentalmente “mientras Carmen trabajaba”. Decía el comentarista: “Más tarde logró reponerse Francia…” y decía Fabiola para sí “por meter el cava en la heladera y cuando vino Carmen”. Oía: “De nuevo marcó gol Argentina…”, y ella, claro, “cuando Carmen rajó con el perro y Fernando sacó el cava”. El comentarista: “Francia empató en el último suspiro…” y Fabiola terminaba “cuando Carmen regresó”. Para ella era obvia la conclusión: Carmen no podía, bajo ningún concepto, ver los penaltis. Cortó un trocito de jamón dulce, se arrodilló y, sabiendo lo que iba a hacer, silbó bajito.

A Fabiola ni siquiera le importaba tanto el fútbol. Pero era un año y medio sin ver a su madre, sin ver a su hermana. Sin estar en Argentina. Un año y medio desde que llegó a Francia y supo, porque la obligaron a saberlo, lo que era ser inmigrante, lo que era ser mujer y sudamericana. Un año hacía que llegó a España y, aunque se lo hicieron saber algo menos, era una herida que ya nunca más iba a dejar de sentir. Como la tira de carne al lado de la uña, que no deberías tocar, pero que te vas arrancando cachito a cachito. No olvidó más, porque no la dejaron olvidar. Por eso lloró cuando vio a Fernando con la camiseta de Argentina. Por eso lloró cuando se abrazaron en el tercer gol. Porque se había sentido, aunque fuera imaginariamente, en casa.

Por eso, cuando Piquín apareció al olor del jamón, no dudo en clavarle el cuchillo en el lomo, cerca de la pata trasera. En su cabeza sonaba en bucle el cuarto verso del estribillo, que, durante semanas, no se había sacado del paladar: “Quiero ser campeón mundial…”.

Por Sergio Vicente