/ @revistapurgante
Desde el primer encuentro, aquella ciudad se siente llena de vida. El sol en el Medio Oriente da un aspecto sepioso a la atmósfera. Los bazares me recuerdan a un jueves de tianguis en mi antigua colonia, con bullicio por doquier, y un griterío de gangas por aquí y allá, pero en árabe esta vez.
Estamos en el taxi, atrapados en el tráfico en un segundo piso vial. El asiento del conductor está cubierto con la playera del Liverpool de Mohammed Salah, la leyenda del fútbol egipcia. Lástima la barrera del idioma que imposibilita la charla con el taxista, pensé. El calor es bochornoso pero el entorno caóticamente fascinante; nuevo para mí, aunque de alguna forma bastante conocido. El ruido es el propio del de una gran metrópoli. Se escucha de fondo el Adhan (llamado al rezo musulmán), cláxones, música, gente, voces, vida.
Desde aquel segundo piso se pueden observar las pirámides de Giza, a lo lejos. Nos estamos acercando. Vaya vista. Estoy parada enfrente de ellas y me cuesta asimilar que a mis espaldas se encuentra esa gran ciudad llena de caos y de frente, el símbolo más emblemático de las dinastías del Antiguo Egipto.
Vendedores ambulantes te ofrecen un paseo en caballo o camello, recuerdos, fotos, comida, de todo. De pronto, la idea de subirme a un camello a pasear por la gran Necrópolis me sonó bastante atractiva. Pasamos el día con fotos aquí y allá, y charlando amenamente con nuestro guía Alí, quien tiene los ojos azules turquesa más hermosos que vi. Su madre era inglesa, pero nunca la conoció. De ahí los genes.
Cerca del cierre del sitio arqueológico, Alí nos ofrece ir a un lugar especial para disfrutar una vista panorámica del atardecer. Decidimos apresurados, en realidad yo quería ver la Esfinge una vez más y ahondar en el paradero de la nariz destruida de la estatua, pero para cuando me di cuenta, los camellos ya iban andando a todo galope en dirección opuesta. Así es como veo que nos vamos alejando de las pirámides y estamos fuera del recinto.
Alí se sube de golpe a mi camello para acelerar el paso. A las afueras del recinto, nos encontramos con una versión mucho más cruda de Giza, supongo que más cercana a la realidad. Pareció un desfile eterno por aquellas calles, y voy sintiendo la mirada profunda de los hombres y también de un par de mujeres que van cubiertas en burkas. Ellas me miran con desprecio e incluso me avientan un par de conjuros. Después de todo, soy una mujer con la cabeza y hombros completamente descubiertos que va sosteniéndose del torso de otro hombre que no es su esposo. Alí quería mostrarnos una bonita postal de Giza y más bien nos mostró un poco de cómo se vive -realmente- la vida en su mundo. De sus carencias y sus creencias. Un tanto alejado de lo que percibe el ojo turístico.
Por la noche me reuní con Chadene, mi amiga egipcia, en un bar ubicado en el Nuevo Cairo, a cincuenta minutos de taxi del centro. Distancias propias de una ciudad donde caben 20 millones de habitantes. Bebimos un par de cócteles, claro que cubriendo el -altísimo- debido impuesto que se tiene que pagar por consumir alcohol en un país musulmán. Las mujeres en aquel bar radiaban cierta libertad en sus movimientos, atuendos y forma de hablar. Las amigas de Chadene son profesionistas, artistas y musulmanas por nacimiento, con un estatuto social por encima de la media, el cual les otorga acceso a la educación y la posibilidad de tener una visión distinta del mundo. En ese panorama, la religión se ha adaptado a sus necesidades y no a la inversa.
Me encontraba en un lugar completamente distinto. Transcurrió el día y la noche. De vuelta en mi cama pensaba que después de todo, el mundo está lleno de contrastes: es misterioso y en él todo es posible.
Por Ana Mohzo / @anamohzo