24 Horas Puebla

Fue aquel 21 de diciembre de 1994 cuando, por primera vez, el volcán Popocatépetl nos inundó de ceniza a los poblanos. Nos empanizó. Salíamos a las calles y arrastrábamos los pies. Jugábamos con la ceniza.

“¿Ceniza?” No, no, quién sabe qué cosa estaba regada por calles y banquetas, pero ¿ceniza?, por Dios.

Tenía 20 años, estudiaba en la universidad. Era de madrugada.

Salí de la casa de mi abuela que estaba en el centro de Puebla, a la vuelta de la 22 Poniente —la de la pandilla “Los pitufos”—; a unas calles de las Iglesias El Refugio y San Antonio. Dicen que allá en los años 20 del siglo pasado fue la primera zona roja de la ciudad, pero al principio de los noventa sólo quedaban cantinas y pulquerías, el mercado 5 de Mayo y algunos hoteles funcionaban como prostíbulos junto a una zapatería “Canadá”.

Llevaba cuatro días como redactor de noticias nacionales e internacionales para el noticiario Hechos que dirigía Fernando Alberto Crisanto. En aquel entonces para ganarse un puesto y un salario habría que hacer méritos, es decir, subir, bajar, preparar cafés, ir a comprar, lo que fuera con tal de entrar a los medios de comunicación.

Honestamente yo no quería ser reportero. Me caían gordos —me chocaban sus actitudes y sus ínfulas— los percibía cuadrados, excepto, en ese entonces, a Óscar Victoria quien era divertidísimo y tenía una manera distinta de relatar sus noticias.

Yo quería trabajar en la radio, pero había que hacer méritos: trabajar sin cobrar. Aunque fuera en noticias, que de plano no me gustaba.

A las cinco de la mañana que salía de la casa de la abuela no había combis ni transporte público, así que había que caminar y caminar. La famosa ruta 7 —de color naranja— comenzaba a despachar a partir de las seis y había que estar en la redacción a las cinco treinta para prender un radio que recibía el noticiario Monitor conducido por Gutiérrez Vivó. De ahí se bajaban las noticias más importantes nacionales e internacionales.

Caminé, jugué con la ceniza, extrañado de lo que había en el piso. Lo pateaba. Arrastraba los zapatos y hacía figuras, revoloteaba en esa especie de arena blanca hasta que llegué a la redacción de Sí FM.

Crisanto, Flora Molina y Lupita Vicón ya estaban ahí. Ellos,  llegaban seis treinta, porque el noticiario arrancaba a las siete.

—Qué pasó maestro, — saludó Crisanto —¡agarre una máquina y chínguele! ¡Acaba de estallar el volcán! —, ordenó.

—¿Volcán, cuál volcán? —pensé. Víctima de mi TDAH veía a todos corriendo de un lado a otro sin entender ni un carajo de lo que ocurría. Solo los miraba como un espectador sin saber qué hacer. Estaba atónito.

Yo era el asistente de un asistente que de plano ese día no llegó. Así que no me quedó de otra más que agarrar una máquina y asumir la chamba. No se usaban computadoras para editar textos, eran las Olivetti, con una hojas de papel revolución y calca. Con un problema, yo escribía lento, con muchos dedazos y sólo usaba los índices. En la escuela me negué a entrar a clases de mecanografía. Bueno, casi nunca entré a clases de nada.

Para esto yo llegué a la redacción lleno de ceniza. Mis zapatos y pantalón estaban blancos, me comenzó a dar alergia. Estornudaba a cada momento. Me escurría el moco y lo aventaba por todos lados. Flora Molina me gritaba para pedirme la información. Yo con mis deditos y tachando a cada rato lo que escribía, llenaba de moco transparente todo lo que escribía por mis estornudos.

—¡Márquele, márquele!, ¡a Diana Hernández, maestro! —me gritaba Crisanto.

Yo marcaba nervioso el teléfono.

“¡Pinche volcán!, a buena hora se le ocurría hacer erupción”, pensé. “¿Qué hago aquí?”, me preguntaba.

No tenía idea de cómo redactar una noticia, escribía lento y de a dedito.  No entraba la señal al teléfono de Diana, eran los primeros celulares que parecían ladrillos y no había la cobertura de ahora.

Por fin me contestó Diana Hernández:

—La… situación… aquí es…

—Diana, Diana…

Se perdió la señal.

Crisanto ya era un viejo lobo de mar y sacó ese día la información como si nada hubiera pasado: “abusada, maestra”, le recomendó a Diana Hernández.

El noticiero concluyó. Yo sólo había escrito una nota y estaba mal hecha. Ese día me habían regañado toda la mañana. Juré no regresar. “Pinche volcán”, pensé. “Yo no sirvo para esto”, me dije. Me fui a clases a la universidad, sucio, lleno de mocos y decepcionado. Yo era el asistente del asistente y me fue mal. Hice todo mal. No hice méritos.

Al otro día, no sé por qué me levanté otra vez y a las cinco de la mañana me fui caminando a la redacción que juré no volver a pisar y a casi 30 años sigo aquí. El Popocatépetl sigue con sus erupciones. Las calles las polvea. Me sigue provocando serias alergias. Y aunque ahora uso computadora, sigo escribiendo de a dedito.

Todos le debemos algo a don Goyo, a mí me dio una novatada y aún pienso: “¿qué hago aquí?”.