I
Nuestro pueblo va a desaparecer. Zenitra será borrado, deslavado como una mancha de suciedad de la tierra. La lluvia continúa. Para detenerla tendríamos que dejar de ser un pueblo apático y encontrar de nuevo el equilibrio entre nosotros y el cuerpo de la naturaleza.
Llueve, llueve desde hace mucho tiempo; nadie sabe ya cuántos somos. Quizá tres calles, un puñado de casuchas con un número incierto de habitantes.
Vivimos apartados y somos viejos. La lluvia cae y se cuela por las grietas de los techos. No sabemos si es posible lograr el equilibrio ni si esa búsqueda sea sólo un pretexto para justificar el resto de nuestra existencia.
A veces escucho el alarido de algún habitante y tengo la seguridad de que esa persona es arrastrada por la corriente, pero no hago nada, nadie puede hacer nada. El agua golpea una y otra vez las puertas y los muros, y cada vez quedamos menos.
El ganado se fue hace muchos años o está muerto; se ahogaron los granos, se pudrieron las frutas, las aves de corral y nuestros lamentos. Ya nadie se queja. Yo estoy como muerto, mirando a diario la lluvia, la corriente de agua y lodo que baja serpenteando desde la montaña, la veo azotar las casas y perderse en un horizonte de agua.
El pueblo está podrido, la tierra ya no huele a raíces dulces ni a mujer recién bañada; huele a despojos de hombre. En todo caso, a la miseria de nuestros miasmas.
II
¿A quién se le habrá ocurrido lo del clima?
Tal vez éramos un pueblo demasiado próspero para pasar por alto tales tonterías. En el verano de un año ya indeterminado, alguien soltó la especie aquella de que el estado anímico de un buen número de habitantes podría modificar el clima.
No faltó quien lo tomara a broma, diciendo que con los enojos del cura podrían aparecer nubes de demonios y llover fuego, o que con el gusto por las francachelas de nuestros alcaldes tendríamos temperaturas elevadas durante años. Desconocemos quién hizo la correspondencia alegría-sol, tristeza-niebla, etcétera. El caso es que por boca de muchos se propagó esa tabla mística, lo mismo que la anterior especie. Lo cierto es que esa relación, al parecer vaga, resultó verdadera.
Nadie lo creyó, por supuesto, y ahí empezó la desgracia de Zenitra. ¿Por qué si nadie lo creía hubo necesidad de ensayar a influir en el clima? El mecanismo para alterarlo, al final fue simple; la naturaleza resultó ser una madre atenta a los caprichos de sus hijos. Entre juego y juego pudimos conocer climas exóticos y mixtos, sin movernos siquiera un centímetro de Zenitra. Lo más difícil era sintonizar las emociones.
III
Ya dije que éramos un pueblo próspero; toda semilla que sembrábamos la tierra nos la devolvía magnificada. Comíamos hasta hartarnos con un mínimo de esfuerzo, por lo que teníamos tiempo de sobra para realizar una infinidad de cosas absurdas.
Siempre nos creímos una raza de hombres inteligentes, los contactos que teníamos con otros pueblos eran mínimos, sin embargo, nos sentíamos satisfechos con nuestra cultura y nuestra forma de vida. Investigadores locales dijeron que para la ciencia ninguna hipótesis es objetable a priori. Elaboraron una teoría. Para darle cuerpo tomaron elementos de creencias primitivas y los mezclaron más tarde con otros credos religiosos, agregaron algunos principios fisicoquímicos y combinaron todo lo anterior con relatos oscurantistas y disciplinas esotéricas. De esos estudios farragosos, resultó un método que se hizo muy popular en el pueblo, principalmente en las escuelas.
El método era muy elemental. Nos reuníamos treinta y nueve almas en un área determinada, el patio escolar, por ejemplo, y todos intentábamos generar en nuestro interior un sentimiento único, pongamos por caso la tristeza. Cada uno de los participantes se procuraba el sentimiento elegido con sus propios medios, hasta lograr convertirlo en auténtico, eso era indispensable, aun hoy lo es. Luego de fracaso tras fracaso, lo increíble sucedió: la luz del sol desapareció en estas latitudes, y por primera vez en nuestras vidas vimos descender sobre nuestras cabezas una niebla que envolvió durante días a nuestro pueblo.
Los viejos sabios no lograron explicar cómo es que unos cuantos hombres obtuvieron el dominio del clima y subvirtieron la naturaleza (por lo menos en nuestro territorio; ya que no hay noticias comprobables de tragedias similares en algún otro lugar habitado). Algunos amigos de simplificar las cosas concluyeron que todo se debía a la increíble capacidad del hombre para creer en las estupideces que él mismo crea, y redujeron el misterio a una cuestión de fe; otros, deseosos de aprovechar en su beneficio el método, lo confundieron todo, lo asociaron con fuerzas extravagantes provenientes de mundos diversos que obedecían decretos obscuros que ni a ellos mismos se les revelaban.
Dos o tres, más juiciosos tal vez, elaboraron una breve explicación, según la cual todo era comprensible si se pensaba que cualquier estado de ánimo al ser alterado de forma desordenada, no natural, provoca una mudanza en el funcionamiento del organismo; mencionaron las palabras “temperamento” y “temperatura” (tan similares y tan significativas desde entonces) innumerables veces, murmuraron “atmósfera” con una reverencia destinada a otros cultos, e hicieron una analogía entre los bosques tropicales, que atraen sobre sí tormentas devastadoras, y los hombres con sus fiebres de deseos y pasiones insatisfechos, que propician tempestades.
Como quiera que haya sido (y en resumidas cuentas, ¿por qué no habría de ser así?) el método funcionó. Se puso en marcha sin ningún reparo ni control posibles. Todo eso nos causó grandes pérdidas en nuestras propiedades y terribles inconvenientes en nuestra vida cotidiana. Sin embargo, fue como tener un nuevo juguete y, obsesionados por los resultados favorables, ni siquiera pensamos que nuestras facultades emotivas nos condujeran a la desgracia.
Se llegó a perfeccionar tanto el procedimiento y se cometieron tantos excesos, que en una sola mañana nevosoleó, nieblallovió, nevó, se presentaron vientos turbios, pequeños huracanes, ardió la lluvia y, por último, hubo un sol que calcinó los huertos, insoló a los animales y deshidrató sin piedad a la población entera de Zenitra.
Al paso de los meses, casi todos los ejecutantes del método para influir el clima enloquecieron, murieron despeñados proclamándose dioses o se dedicaron a vagar por los alrededores del pueblo, llevando consigo la desgracia y pidiendo a gritos que los mataran. En algún momento, la naturaleza cedió el control del clima y los hombres y mujeres de Zenitra dejaron al azar el control de su raciocinio. Disminuidos, se abandonó a la casualidad y al capricho personal el clima. Entonces, así sin más, un día vino la lluvia. Por eso sé que nuestro pueblo desaparecerá, sin embargo, nadie quiso abandonar a sus muertos.
Algunos investigadores sobrevivientes coincidieron en señalar que el mecanismo para gobernar el clima fracasó por la incapacidad de los hombres para respetar sus propias normas, y que no faltó quien convirtiera su alegría en exaltación, su tristeza en melancolía y su melancolía en depresión profunda, con tal de sobresalir en el concierto de emociones y añadir su toque personal a lo que sería nuestra desdicha.
Yo, uno de los responsables directos de la catástrofe de Zenitra, creo que nuestra razón no está capacitada para soportar el ardor de un sentimiento en bruto y mucho menos una pasión, sería algo así como si pretendiéramos vaciar metal en ebullición en un recipiente inadecuado.
IV
Nosotros, los que quedamos, nunca podremos devolverle el clima natural a Zenitra. No aprendimos jamás a practicar el equilibro entre nuestros odios y nuestros afectos, nunca perseguimos la armonía; ahora lo sé, sin embargo, ya es demasiado tarde, pues no queda casi ninguna persona con la que pueda sintonizarme.
Nuestro pueblo va a desaparecer. Llueve en Zenitra, sigue lloviendo, lloverá toda la vida, veré la lluvia hasta el momento de mi muerte.
Pese a todo, me siento lleno interiormente, con la sensación de haber aceptado en paz y para siempre las cosas de este mundo. De vez en vez experimento un vacío de odios y frustraciones y relampaguea pacíficamente sobre mi techo.
Por las noches, cuando me tiendo en mi lecho, tengo la seguridad de estar dentro de una campana de cristal lagrimeante y empañada y entonces me vienen unas ganas inmensas de llorar y diluir mi cuerpo en esta agua que no cesa de caer, para que cuando el orden natural sea restablecido, también yo pueda caer en gotas, humedecer mis calles y abonar con la sal de mis huesos el valle ahogado, desolado, de Zenitra.
Por: Juan Norberto Lerma