Juan Norberto Lerma

Las primeras gotas cayeron al mediodía. No debía llover, la lluvia contravenía las tradiciones de la comunidad: en Palula tenían listas las vestimentas de La Gran Fiera y cuando el sol estuviera en el cuadrante Dos Fuegos la investirían para que les infundiera fuerzas a sus guerreros en el momento en que tuvieran que enfrentar las incursiones de sus enemigos del oriente. Sin embargo, la naturaleza nada sabe de rituales, sólo impone sus propias reglas y arrincona los deseos humanos.

Era la época del verano y en el centro de la tarde aún había un sol blanco cubierto por velos innumerables. En los salones elevados de la ciudad decenas de hombres y mujeres continuaban hermoseando las vestimentas blancas y violentas de La Gran Fiera. Sin embargo, casi con reverencia advirtieron que detrás de un monte con formas de doncella trece nubes permanecían al acecho y se les figuró que albergaban una parte de la ira del mundo. De pronto, con horror comprendieron que si alguno de sus dioses no intervenía, antes de que anocheciera las nubes descargarían el mar del cielo sobre ellos.

A la hora en que el Sol alcanzó el cuadrante Tigre Sobre Tierra, cayó una llovizna fina sobre la ciudad de piedra amarilla. Las primeras gotas a algunos habitantes les recordaron el clap-crack que hacían las semillas de las melinas, unas plantas de flores azules, que durante las ceremonias volaban a la boca de los santones que combatían los males de los enfermos con ensalmos y humo de colores.

En las orillas de Palula comenzaron a formarse pequeños remolinos de polvo y agua, los cuales fueron aumentando de tamaño hasta que parecieron convertirse en elevados muros de harina.

Casi con indiferencia, porque no querían creer que el mal clima les arruinaría el ritual en el que investirían a La Gran Fiera, los habitantes de Palula que estaban en las calles escucharon la cadencia de las gotas espaciadas y por un par de minutos pareció que se adormilaban. Por momentos, a varios de los ciudadanos se les figuró que el golpeteo del agua sobre los techos era algo semejante a una música, la cual no les permitía escuchar las palabras que se decían a sí mismos para tranquilizarse y convencerse de que la tradición de investir a su divinidad se cumpliría.

Contrariados por el mal augurio, los sacerdotes pusieron bajo resguardo las telas recubiertas de orfebrería. Dos horas después, las tiendas sacramentales estaban reblandecidas y el peso del agua las había vencido. Con preocupación y enfado ordenaron que la población regresara a sus hogares y que esperara sus indicaciones.

En el cielo oscuro, todas las nubes se unieron en una sola. Los habitantes de Palula cerraron puertas y ventanas, dispuestos a esperar mejores tiempos para investir a La Gran Fiera.

Dentro de sus casas, los habitantes de Palula permanecieron absortos, concentrados en el olor a raíces que desprendía la tierra mojada desde los cuatro puntos cardinales, se olvidaron del ruido de las gotas sobre sus techos metálicos y comenzaron a moler piedras agridulces y a lamer cristales anaranjados.

Ese día llovió durante horas y continuó lloviendo sobre Palula hasta que el día y la noche dejaron de tener significado para los habitantes. Llovió inmoderadamente en Palula durante trece mil ochocientos cuarenta días. En la primera semana, habilitaron huertos básicos en habitaciones con ventanas y crearon granjas domésticas en lo que antes habían sido cocinas o jardines. Dormían cuando tenían sueño y comían cuando se despertaban. Durante el primer año de lluvia continua, la gente se recogió en sus casas, pero en general nadie creía que seguiría lloviendo de forma indefinida.

Con la supervivencia asegurada, aunque exigua, en el segundo año unos optaron por cultivar flores de barro durante la estación baldía, y las abuelas y madres se dedicaron a mirar arrobadas durante horas el crecimiento de los huesos de sus descendientes, que correteaban desnudos en las habitaciones atestadas de basura; otros, procurando vencer su indolencia, dedicaron la mayor parte del tiempo a reparar los techos y paredes reblandecidas, y de cuando en cuando aprovechaban para husmear los sueños de los vecinos. Incineraban a sus muertos en estufas de plomo y perdieron la cuenta de la cantidad de generaciones que habían transcurrido bajo el asedio del agua. Idearon túneles hasta casas cercanas para conocer nuevas personas y festejaban el nacimiento de sus descendientes con palabras de agradecimiento, las cuales eran sofocadas enseguida por el aguacero.

Cuando la lluvia finalmente se detuvo, había un sol lavado a la mitad del cielo. Las nubes se habían ido y dentro de las casas aún se escuchaba el molino de la piedra y el lengüeteo a los cristales.

La gente comenzó a acercarse paso a paso a las puertas y quienes no conocían el sol se petrificaron en los umbrales. Las calles ya no existían, la ciudad parecía improbable, pero ahí seguía. Cuando el agua descendió del todo, quienes se encontraban se veían como perfectos desconocidos. Sin embargo, en Palula había un ambiente festivo, a lo lejos, La Gran Fiera gruñía.

A media tarde, los niños chapaleaban entre las raíces de árboles blandos y pelados y los hombres más viejos descansaban la mirada en la cumbre negra que semejaba una doncella. De los pocos que se conocían, ninguno mencionaba la lluvia ni parecía acordarse de ella. Miraban las nubes blancas y los pájaros con sus miradas nuevas y parecía como si ellos fueran los primeros humanos en mirarlos.

Media hora más tarde, los habitantes de Palula volvieron a moler piedra rosa, la hirvieron e hicieron caramelos. Las mujeres adornaron sus cabellos con estelas violetas y oro y terminaron de bordar arabescos de constelaciones celestes y cabezas de tigres en largos trozos de tela nacarada. Los hombres colorearon efigies de lagartos con penachos encrespados y se las calaron.

Durante la lluvia habían muerto miles, pero Palula continuaba viva y era posible que también hubieran sobrevivido los vecinos que desde hacía años los atacaban. De inmediato, la comunidad comenzó a movilizarse y en cuestión de horas parecía que en el calendario de su raza sólo hubiera transcurrido un día. Ayer había llovido, sin embargo, mañana podrían vestir al fin a La Gran Fiera.

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Por Juan Norberto Lerma

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