FERNANDA VILLADONGA
Leer, esperar, contemplar, pensar, imaginar son formas de iluminación, pero también embriagarse, consumir drogas y soñar. Esa iluminación que nos lleva a nosotros mismos, a nuestra soledad, a nuestro vacío. Un vacío del cual no podemos escapar, al cual volvemos a caer, pero sin caer. Ese vacío que atrapa, que seduce, que invita, que produce vértigo, de ese del que hablaba Kundera. Ese vacío que despierta en nosotros el deseo de caer, y por eso hay que poner murallas seguras a grandes alturas, y a veces, ni a tan grandes, murallas como para detener el deseo, como para prohibirlo, porque la profundidad que se abre ante nosotros atrae.
Hay que prohibir aquello que el ser humano está tentado a hacer, ya que entonces, ¿qué necesidad habría de prohibir lo que nadie desea realizar? Freud lo decía bien, lo severamente prohibido tiene que ser objeto de un deseo. Por lo tanto, hay que poner murallas para evitar consumar la seducción de ese vacío.
Esa iluminación llega, por distintas vías, llega muy fácil y a veces de forma más recurrente que otras. Entonces, hay que apaciguar ese deseo que se despierta, ese deseo que demanda pero que nunca se satisface. Hay que embrujarlo, quizá. Hay que embrujarnos, quizá.
Sí, algo quimérico, ¿qué no es lo que siempre se hace? Con la religión, con las terapias psicológicas, con los retiros espirituales, con todo aquello que promete felicidad, promesas vacías, claro, porque el ser humano está vacío, eso se lo aprendí a Schopenhauer, por lo tanto no podrían haber promesas llenas ni de felicidad, ni de esperanza, ni de una vida en el más allá, ni de otra cosa. Solamente embrujos que sirven para hacer creer satisfecho el deseo, y cuando la insatisfacción y la iluminación vuelven a aparecer quizá hay que cambiar de embrujo. La religión ya no me convence, ya no apacigua mi deseo a la caída, me vuelvo trepa cerros o maratonista, o me caso, por ejemplo.
Hay que embrujarlo, hay que embrujar ese deseo que se despierta gracias a la iluminación; sí, quizá embrujarlo con una religión –que hoy en día, y siempre, todo puede volverse una–, con terapia, con amarres, con un retiro espiritual o constelaciones –sea lo que eso signifique–, haciendo un deporte, tomando unas vacaciones, cambiando de trabajo, o es más; enamorándose, a final de cuentas es igual de quimérico. Hay que embrujarlo pero con esos embrujos que intervienen en el espíritu, esos que Allouch llama “embrujos de olvido”, y que Artaud define como los que actúan de modo que el embrujado ya no recuerde aquello que se supone que olvida, que ya no recuerde que está olvidando ese vacío, que ya no recuerde que está evitando y apaciguando la seducción que le produce el vacío. Aunque después, la bendita iluminación vuelva, sin importar si fue por causa de una buena lectura o por culpa de la ayahuasca o cualquier otra cosa; y entonces, resurja la demanda y por ende, la necesidad de intentar un embrujo nuevo. Sí, hay que embrujarlo, para que eventualmente vuelva esa iluminación que nos lleva a nosotros mismos, a nuestra soledad y a nuestro vacío.