Gerardo Gutiérrez Candiani

En un ensayo publicado en la última edición Nexos, en la que se conmemora la Constitución de 1824, el profesor del Colegio de México Fernando Escalante Gonzalbo señala que las reformas constitucionales aprobadas aparatosamente en las últimas semanas suponen una ruptura con toda la tradición constitucional del país e inclusive del constitucionalismo moderno.


Como enseguida expone, todos los regímenes que llegan arrollando, como éste, se piensan eternos, pero tarde o temprano vienen las cuentas, máxime en los de exacerbada concentración del poder público en una o algunas personas, que no suelen terminar bien: vendrá entonces un momento de rectificar y recuperar los principios constitucionales de 1824, 1857 y 1917. Pero eso no quita el problema aquí y ahora, y el daño profundo de la destrucción institucional.


Por lo pronto, la cancelación, en la práctica, de la división de poderes de forma acelerada e improvisada, lo cual, puede decirse, se consumó el pasado 5 de noviembre, con el sometimiento de la Suprema Corte de Justicia, despojada de su papel de órgano de control constitucional y, en general, con la demolición de la independencia del Poder Judicial.


Sorpresivamente, por el voto de un ministro en contradicción con lo que había sostenido, para sumarse a un bloque de tres ministras ostensiblemente aliadas o al servicio del partido político dominante, no se alcanzaron los ocho votos requeridos para ir al fondo y decidir sobre las acciones de inconstitucionalidad presentadas contra la reforma Judicial publicada el 15 de septiembre.


Este suceso pareciera el arranque formal de una etapa de la vida pública en México, de marcado retroceso jurídico y democrático. No sabemos exactamente cómo será; sí podemos estar seguros de que no tiene como aspiración ni destino el Estado democrático de derecho.


Quizá para una mayoría de las personas, la democracia y las instituciones judiciales son algo secundario, que no afecta directamente su vida. Habrá que valorarlas en su justa dimensión al afrontar los costos y las cargas de su ausencia y la irrupción de sus opuestos: la arbitrariedad y la discrecionalidad.


Máxime porque, en la escalada contra el Poder Judicial, esa mayoría calificada, con representación artificial, pero para fines prácticos constituyente, aprobó otra reforma contra el orden constitucional que, paradójicamente, ha llamado de “supremacía constitucional”.
Como señalan especialistas, el nombre no define lo aprobado: no se trata de la supremacía de nuestra Carta Magna sobre otras leyes e instituciones, sino la de una mayoría legislativa en turno que se quiere asumir como suprema para que sus deseos sean órdenes y leyes.


Prohíbe a quienes se consideren afectados con reformas constitucionales promover juicios de amparo. No se podrán impugnar aun cuando el procedimiento de aprobación haya contravenido la ley o si se violentan derechos fundamentales. Ni por amparos ni por acciones de inconstitucionalidad.


Es clara la ruta: el Poder Judicial ya no será el que, como señalan constitucionalistas, debe tener una facultad contra-mayoritaria, como se entiende en cualquier orden constitucional moderno, precisamente para frenar la arbitrariedad y discrecionalidad de mayorías temporales. Ya no habría ese control constitucional, como conjunto de mecanismos jurídicos utilizados para verificar y asegurar que los actos de autoridad, incluyendo normas, se apeguen a la Carta Magna.


Esto último es la verdadera supremacía constitucional. No lo que se vende ahora como tal: en realidad, manga ancha del poder político en turno para imponer lo que quiera, así vaya contra la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos, como ya se hace con la prisión preventiva oficiosa.
No se trata solo de pérdida de derechos de las minorías, sino de cada uno de nosotros.

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