Gerardo Gutiérrez Candiani

El Plan México, presentado por el Gobierno Federal como “Estrategia Nacional de Industrialización y Prosperidad Compartida” es, de entrada, un bienvenido esfuerzo de visión estratégica y también de acercamiento al sector empresarial. Sin embargo, difícilmente puede, por sí solo, disipar la incertidumbre que tanto está afectando a la inversión y a las expectativas de crecimiento.


Ya no hablemos de plantear una ruta probada para lograr un crecimiento más acelerado y sostenido, con énfasis en expandir en serio las inversiones y la productividad, pues no abordar, como señala el atinado análisis de Banamex al respecto, los problemas estructurales que subyacen al desempeño económico sub-óptimo que hemos tenido en décadas y más aún en los últimos años.


Tampoco agregamos aquí que contiene las claves para resolver las acuciantes amenazas del exterior con el nuevo proteccionismo comercial y hostilidad desde Estados Unidos. Y no revierte los golpes y lo retrocesos de factura interna al entorno de negocios que se dieron en el sexenio pasado y al arranque de éste, en particular, contra la certeza jurídica, fundamental para la inversión, por el deterioro del Estado democrático de derecho.
Por lo pronto, acertadamente es un ejercicio de planeación integral que abarca múltiples áreas y con perspectiva regional. Con metas y plazos precisas, y responsabilidades concretas de secretarías y dependencias de la administración pública federal. Con bastante detalle en acciones, pero con amplitud de miras.


La visión y los objetivos parecen, en general, apropiados.


Se toma partido, enfáticamente, por una mayor integración productiva en América del Norte. Como también resalta el análisis citado, implica un resurgimiento de la política industrial, más definida y activa que en sexenios anteriores, y se busca atajar la idea de que el país pudiera convierta en un puente para exportaciones chinas a Estados Unidos, incluso con señales de alineación arancelaria contra la nación asiática con los socios del TMEC.


Creo que lo más destacado es que, tras años de cultivo de la polarización y hostilidad contra el sector empresarial, se convoca a hacer equipo en torno a una visión compartida y para uno de los momentos más complejos que hemos vivido como país.
Sin embargo, al Plan le falta abordar dos requisitos indispensables, en esta coyuntura del mundo y México, para relanzar el crecimiento y el desarrollo nacional.
Primero, no se aborda de manera realista y pragmática el enorme reto inmediato de la segunda presidencia de Donald Trump en Estados Unidos, el cual refleja una gran disrupción y cambios globales.


Para pensar a largo plazo, hay que superar estas pruebas del más corto plazo: amenaza de aranceles generalizados de 25% en unos días, deportaciones masivas, recortes de impuestos y política agresiva para atraer y retener inversiones en Estados Unidos.
En segundo lugar, se habla de expandir a niveles históricos la inversión en México, cuando ésta hoy se encuentra en franco estancamiento. Y manifiestamente, no sólo por la incertidumbre por la política en Estados Unidos, sino por la de nuestro país y factores internos.


Nuevamente: el deterioro de la certeza jurídica y el clima de inversión, precipitado por reformas y acciones contra la democracia y el Estado de derecho. Más inseguridad pública al alza y retrocesos en puntales de la competitividad y la inversión como la energía, con bloqueo, en los hechos, más allá del discurso o un plan como el presentado, a inversiones en esta área.


En la presentación del Plan México se mencionó que nuestro Gobierno tiene contabilizados 277 mil millones de dólares en inversiones que quieren llegar al País.
Eso es muy alentador, pero difícilmente pasaremos del potencial a las realidades si no hay cambios que sustenten una recuperación y el fortalecimiento de la confianza para la inversión. Sin eso difícilmente llevaremos la proporción de inversión respecto al PIB arriba de 28% en cinco años (nacional y extranjera), como perfila el Plan

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