A cuatro meses de asumir el poder, Donald Trump inició una de las ofensivas más agresivas contra la migración irregular en Estados Unidos, bajo el lema de restaurar el “imperio de la ley”.

Su administración implementó un sistema obligatorio de registro biométrico que exige a inmigrantes indocumentados mayores de 14 años entregar sus huellas digitales al gobierno federal.

Quienes se nieguen enfrentan multas o cárcel. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) habilitó una aplicación que también permite reportar salidas voluntarias, promoviendo una especie de “autodeportación”.

El control migratorio incluye el acceso a información fiscal del Servicio de Impuestos Internos (IRS) y el uso del número de Seguro Social como herramienta de identificación migratoria.

También se firmaron acuerdos con empresas privadas para realizar inspecciones laborales sorpresivas, como ocurrió en restaurantes de Washington, donde agentes armados actuaron sin orden judicial.

El cerco se extendió a universidades. Autoridades detuvieron a líderes estudiantiles, como Mahmoud Khalil, por participar en protestas propalestinas, lo que generó críticas por prácticas similares a las del siglo XX.

Investigaciones por presunto antisemitismo derivaron en interrogatorios a empleados sobre su religión, generando alarma entre académicos y defensores de derechos civiles.

Incluso el sistema de salud fue involucrado. El secretario de Salud impulsó un registro de enfermedades, incluyendo a personas con autismo, y los Institutos Nacionales de Salud empezaron a recolectar datos médicos.

Aunque no hay pruebas de que esta información se use con fines migratorios, su cruce con otras bases de datos preocupa a organizaciones civiles.

Las medidas consolidan un entramado de vigilancia masiva que intensifica el temor entre comunidades migrantes, marcando un giro radical en la política migratoria estadounidense.

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