GERARDO GUTIÉRREZ
En un artículo que recién publicó el analista financiero y columnista Jorge Suárez-Vélez, con la premisa de que el mundo no está en una era de cambio, sino en un cambio de era en el que México podría quedar como observador distante, hay un dato impactante. Ilustra la tesis de la pertinencia de una política industrial efectiva, con rumbo y alineación estratégica gobiernos-empresas, como la han seguido, en distintos momentos, países que aceleraron su desarrollo.
Refiere que, mientras en México, en el sexenio pasado, el Gobierno se enfrascó en inversiones con nula perspectiva de rentabilidad, como una nueva refinería, en otros países se levantan granjas de servidores que "refinan" datos, con un efecto económico formidable: la inversión en hardware y software en Estados Unidos en el primer semestre detonó 92% del crecimiento del PIB.
En este escenario, no podía ser más oportuno el Premio Nobel de Economía al trabajo de Joel Mokyr y al de Philippe Aghion y Peter Howitt.
A Mokyr, “por su descripción de los mecanismos que permiten que los avances científicos y las aplicaciones prácticas se potencien mutuamente y creen un proceso autogenerado que conduce a un crecimiento económico sostenido”, demostrando, en ese sentido, “la importancia de una sociedad abierta a nuevas ideas”. A Aghion y Howitt, por su modelo matemático que expone el funcionamiento del proceso de "destrucción creativa” y su relación con el crecimiento.
¿Cómo le hacemos para que, en este “cambio de era”, el aparato productivo mexicano se oriente hacia la creación y la innovación, mitigando los efectos destructivos y, sobre todo, evitando la obsolescencia y el rezago como conjunto? Necesitamos pensar cómo puede encajar nuestra economía en este proceso. Esto es, en esencia, una política industrial.
En el sexenio pasado, la Secretaría de Economía presentó la estrategia “Rumbo a una política industrial”: “para alinear los esfuerzos de los diferentes actores económicos, públicos y privados hacia un modelo económico que genere un crecimiento incluyente, mediante la actualización tecnológica, el incremento del contenido nacional y el desarrollo del capital humano...”.
Buenas palabras, pero sólo eso. Mientras tanto, se bloqueó la tracción que traía la inversión privada en energía y el sexenio cerró con una “reforma” al sistema de justicia que empañó severamente la certeza jurídica y al entorno de inversión.
Desde el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, que cambió a Conahcyt para incluir a una “h” de humanidades, se quiso imponer un enfoque dogmático y sectario para la ciencia, acosando financieramente a centros de investigación y judicialmente a científicos.
Muy distinto es lo que hoy se ve y lo que podría llegar a ser el Plan México, con participación efectiva del sector privado y el soporte del Consejo Asesor de Desarrollo Económico encabezado por la empresaria Altagracia Gómez.
Con una Secretaría de Economía con visión, comprensión de lo que sucede en el mundo, sentido práctico y, sobre todo, menos discursos y “grilla” y más trabajo diligente, como el que se está haciendo ante la avalancha arancelaria estadounidense y para defender al TMEC.
Además, se llevó el desarrollo científico y tecnológico a nivel de una Secretaría de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación, a cargo de la bióloga Rosaura Ruiz Gutiérrez, destacada académica. Puede esperarse que se superen los daños de la tóxica politización del sexenio pasado, y –por qué no– sentar las bases de una era de florecimiento de la innovación en México.
Todo esto debería llevar a escalar la ambición, la búsqueda de consenso y el desarrollo de la política industrial y de innovación que necesitamos. Incluso, considerar la creación de una institución o un andamiaje institucional transexenal para el México del futuro, como lo que fue el MITI para el milagro económico japonés de la posguerra. Hablamos de eso en otro comentario.

