Gerardo Gutiérrez Candiani

Recién expusimos que el estancamiento de la economía mexicana no responde sólo a la coyuntura externa por la escalada arancelaria de Estados Unidos y la revisión del TMEC. Es secular y refleja problemas estructurales y el impacto de políticas, decisiones y actitudes en el sexenio pasado que explican en buena parte la caída de la inversión. Los últimos datos del PIB y la formación de capital fijo apuntan en el mismo sentido y a la necesidad de actuar proactivamente.

El Inegi informó de una caída de 0.3% en el tercer trimestre tanto a tasa anual como trimestral. En cuanto a la inversión, una contracción mensual de 2.7% en agosto y un desplome anual de 8.9%, hilando 12 meses consecutivos de números rojos.

La inversión como porcentaje del PIB está en poco menos del 23 por ciento. Para comparar, supera el 40% en China. El Plan México tiene el objetivo de llegar a 25% en 2026 y 28% en 2030. Eso se ve hoy difícil si no vamos a las causas-raíz del estancamiento. 

Hace un par de años hablábamos de la gran promesa de la relocalización de las cadenas de suministro, dadas las ventajas de México. El entusiasmo se ha reducido ostensiblemente. 

La inversión extranjera directa (IED) ha marcado récords, pero las inversiones nuevas son escasas. La mayor parte es reinversión de utilidades. Aunque la IED aporta alrededor de 8% de la inversión total, tiene un efecto multiplicador en inversión, productividad, empleo y crecimiento. 

No estamos diciendo que el tren del nearshoring se nos fue, pero sí que podemos quedar fuera de lo mejor del viaje, con enorme costo de oportunidad ante los cambios geopolíticos, comerciales y hasta por la automatización. Y además, que no podemos contar sólo con esa carta para el desarrollo. Mucho menos si no la jugamos bien.

La Secretaría de Economía ha capoteado la ofensiva arancelaria consiguiendo los mejores términos posibles, con ventaja respecto a otros países. Pero necesitamos hacer la tarea interna para superar las barreras que limitan no solo a la IED –sobre todo nueva–, sino a la inversión nacional: la pública –otro detonador estancado– y la de nuestras empresas, que ponen la mayor parte.

De ahí la relevancia del Plan México y la necesidad de apuntalarlo, pero también de abordar los problemas antes citados que han opacado el clima de negocios. Una política industrial ganadora no puede “volar” sin eso.

Están sobrediagnosticados los factores clave, como los que resume el FMI en su última evaluación de nuestra economía: que su éxito depende de subsanar déficits de infraestructura, fortalecer el Estado de derecho, profundizar la integración con los socios comerciales, invertir en capital humano, simplificar procedimientos institucionales y aclarar regulaciones. 

Hay que abordar un problema estructural fundamental: la división entre el sector formal y el informal. Costos al alza e incertidumbre jurídica en el primero, mientras el segundo enfrenta limitaciones inherentes a esa condición, como falta de acceso a crédito.

Puede ser ya tiempo de que, además de una política industrial con visión y ejecución transexenal, vayamos por fin a la postergada reforma hacendaria que necesita el país. Para bajar el costo y facilitar el acceso a la formalidad, con un sistema propicio para el crecimiento y la multiplicación de las empresas. 

Una reforma para, a la par, consolidar un sistema de salud y seguridad social universal y sostenible financieramente. Y por supuesto, que el Estado pueda tener más recursos para invertir en infraestructura, educación, salud, seguridad, así como para sostener, sin más deuda, los compromisos sociales asumidos.Ya no basta con parches. México necesita decisiones y acciones de futuro. De lo contrario, no sólo será el tren del nearshoring el que veremos pasar de largo.

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