Suspensión ¿ilegal?

En una fecha que debería estar dedicada a honrar la lucha contra la violencia de género y a reivindicar la memoria de las mujeres asesinadas, el sistema judicial evidenció sus fisuras más profundas. Mientras familiares y colectivas exigen justicia, Javier N, señalado como presunto autor intelectual del feminicidio de Cecilia Monzón Pérez, consigue una vez más aplazar la resolución de un proceso que ya acumula dilaciones difíciles de justificar. La hermana de la víctima, Helena Monzón Pérez, subrayó una contradicción que debería escandalizar a cualquier observador: la suspensión preventiva de la audiencia prevista para hoy aparece en contradicción con la recién aprobada reforma a la Ley de Amparo de 2025. Las modificaciones, diseñadas precisamente para evitar que dicho recurso se utilice como un mecanismo dilatorio en casos de alto impacto, establecen requisitos estrictos para concederla. No obstante, el Juzgado Quinto de Distrito en Materia Penal decidió actuar como si tales cambios no existieran. La reforma exige certeza del acto reclamado, interés suspensional, ponderación de intereses y apariencia del buen derecho. Todos estos filtros buscan equilibrar la justicia y el debido proceso, pero si en la práctica pueden ser sorteados sin un análisis riguroso, su valor real se reduce a lo meramente declarativo. El caso de Cecilia Monzón se ha convertido en un termómetro de la capacidad institucional para enfrentar la violencia feminicida sin titubeos ni concesiones indebidas. Cada aplazamiento no sólo prolonga el sufrimiento de una familia que lleva años enfrentando el peso de la impunidad, también erosiona la credibilidad de un Estado que asegura estar combatiendo la violencia de género, pero permite que los engranajes legales se muevan con una lentitud estratégica. El Poder Judicial tiene ante sí la oportunidad de demostrar que las reformas no son letra muerta y que ninguna figura política, económica o partidista puede seguir escudándose en los recovecos del procedimiento. ¿Será?

Traducir la justicia

El reciente caso de la niña de 12 años que no pudo denunciar una violación en Huauchinango por falta de intérpretes, volvió a exhibir una realidad largamente ignorada por las instituciones de justicia en Puebla: la discriminación estructural hacia los pueblos indígenas. No se trata de un hecho aislado ni de un error administrativo, es la prueba de que el sistema sigue diseñado para quienes hablan español y viven cerca de las capitales, mientras que las personas indígenas continúan enfrentando barreras que les niegan, en la práctica, el acceso a la justicia. Que una menor tenga que viajar más de dos horas y silenciada por la falta de personal capacitado, revela un fracaso institucional que la indignación en redes no hace más que subrayar. La respuesta del Gobierno, aunque necesaria, llega tarde y depende de las promesas de contratación y certificación, que no garantizan un cambio inmediato. El anuncio del gobernador, Alejandro Armenta Mier, de contratar abogados con certificación en lenguas originales apunta en la dirección correcta, pero también evidencia que, hasta ahora, el Estado no había considerado prioritario garantizar este derecho básico. Si la Fiscalía necesita esperar al Presupuesto 2026 para incorporar personal capaz de traducir las denuncias ¿qué ocurrirá entre tanto con las víctimas que siguen llegando a denunciar sin ser entendidas? Por su parte, organizaciones ofrecen la certificación de mujeres hablantes de distintas lenguas para actuar como intérpretes, muestra de que las soluciones existen dentro de las propias comunidades. El reto es que las instituciones las reconozcan y les den un lugar formal, no como una medida paliativa, sino como parte de una política permanente de inclusión lingüística. ¿Será?

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