Una semana después de su último viaje a Moscú, Viktor Orbán vuelve a encender las alarmas en Europa. El primer ministro húngaro se reunió durante tres horas con Vladímir Putin, rompiendo el bloqueo informal al Kremlin y profundizando una relación que Bruselas considera cada vez más riesgosa. Armado con una exención otorgada por Donald Trump para seguir comprando petróleo y gas ruso, Budapest no diversifica: más del 80% de su energía sigue dependiendo de Rusia, justo cuando la UE planea eliminar esas importaciones en 2027.

En el Kremlin, Putin celebró la postura “equilibrada” de Hungría mientras Orbán buscaba contratos energéticos de largo plazo y un papel protagónico en la incipiente vía de paz entre Washington y Moscú. El líder húngaro incluso promovió a Budapest como sede de una futura cumbre Trump-Putin, defendiendo un polémico plan de 28 puntos criticado en Europa y Kyiv por incluir concesiones territoriales y ampliar la influencia rusa.

La reacción diplomática fue inmediata. El canciller alemán Friedrich Merz reprochó que Orbán viajara “sin mandato europeo”, mientras el presidente polaco Karol Nawrocki canceló una reunión bilateral en señal de solidaridad continental. Para los críticos, Hungría actúa más como un caballo de Troya dentro del bloque occidental que como un mediador confiable.

Orbán, presionado por una economía estancada y elecciones en abril, apuesta a que la energía barata y su imagen como líder capaz de dialogar con Trump y Putin refuercen su narrativa interna. Pero en Europa crece la percepción de que el movimiento no solo desafía la unidad, sino que redefine peligrosamente el mapa político del continente.

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