El MIB fracasó
El Museo Internacional del Barroco (MIB) nació en 2016 como uno de los proyectos culturales más ambiciosos y polémicos en la historia reciente de Puebla. Concebido no sólo como un recinto museístico, sino como un símbolo de modernidad y proyección internacional, el edificio diseñado por el arquitecto japonés Toyoo Itō terminó representando, más que una apuesta cultural sólida, una pesada carga financiera y un experimento fallido de política pública. El problema nunca fue el edificio. Al contrario: la arquitectura del MIB es, por sí misma, una pieza de alto valor estético. Sus muros curvos de concreto blanco, el juego de luz natural y los espejos de agua dialogan con una idea contemporánea del arte y el espacio. El conflicto estuvo en el fondo y no en la forma: un esquema de financiamiento opaco y oneroso, con un costo que alcanzó hasta los ocho mil millones de pesos a pagar hasta 2039, y una propuesta museográfica que jamás logró consolidarse. La estrategia de nutrir su acervo con piezas provenientes de otros museos del Centro Histórico dejó vacíos esos espacios y abrió la puerta a versiones nunca aclaradas sobre el posible extravío de obras valiosas. A ello se sumó una contradicción de origen: una arquitectura radicalmente moderna intentando representar una tradición barroca que, en Puebla, sobrevive más en el discurso que en la materialidad arquitectónica, tras los bombardeos franceses de 1862 y 1863. El resultado fue un museo costoso, aislado geográficamente y desconectado de la dinámica cultural cotidiana de la ciudad. Un “elefante blanco” con restaurante, tienda y estacionamiento, pero sin la vitalidad que justifique su razón de ser. Ahora, el giro de convertirlo en la Universidad de las Bellas Artes parece admitir, sin decirlo abiertamente, el fracaso del proyecto original. La esperanza de que “ahora sí vaya la gente” revela una verdad incómoda: el problema nunca fue el público, sino la falta de una visión cultural coherente. ¿Será?
Primera piedra
La colocación de la primera piedra del Cablebús por parte del gobernador Alejandro Armenta, enmarcada dentro de su primer informe de Gobierno, no es un acto menor. Se trata de una obra emblemática, diseñada para convertirse en símbolo de modernización urbana y de una nueva narrativa de movilidad para Puebla. Los números, al menos en el discurso, resultan atractivos. Un sistema que impactará directamente a 45 colonias y beneficiará a más de 132 mil habitantes, con un alcance indirecto que el propio Gobierno estima en 1.6 millones de personas. Las cuatro líneas proyectadas conectan zonas densamente pobladas del norte con el centro de la ciudad y prometen reducir tiempos de traslado de manera significativa. En una ciudad marcada por la desigualdad territorial, llevar infraestructura moderna a colonias históricamente marginadas tiene un valor político y social indiscutible. Sin embargo, el entusiasmo inicial no debe anular el análisis crítico. El Cablebús, por sí solo, no resolverá el problema estructural del transporte en Puebla. El propio resumen del proyecto lo admite, quizá sin proponérselo: la modernización aérea debe ir acompañada del retiro de las viejas unidades del transporte público que aún circulan por la capital del estado, muchas de ellas obsoletas, contaminantes e inseguras. Sin una renovación integral del parque vehicular y una regulación efectiva de concesionarios, el nuevo sistema corre el riesgo de convertirse en un islote de eficiencia rodeado de caos. ¿Será?

