Figuraciones Mías 

Por Neftalí Coria

 

En ese entonces, en el pueblo era inconcebible que los padres llevaran a sus hijos a la escuela, como tampoco nos ayudaron en la responsabilidad de hacer la tarea. Mi padre nunca quiso ser mi amigo y nunca fui capaz de tutearlo. Él siempre fue mi padre, la autoridad. Bueno, generoso. Nunca nos maltrató y fue un buen padre de los niños que fuimos, y tal vez, cuando ya jóvenes, no supo qué hacer con esos hijos que muy pronto se habían ido de casa y volvían siendo otros, sin embargo siempre fue muy respetuoso con nuestras decisiones. Conversó con gusto por la vida y por el mundo que nos había tocado. Sus ojos críticos e inteligentes le fueron suficientes para comprender cada momento que le tocó vivir. Nunca aceptó la corrupción, ni a los políticos que mienten con tanta facilidad, como si fuera natural hacerlo y le indignaba que la mayoría les creyeran.

A los once años y por decisión de mi padre, debía continuar con la escuela secundaria y me trajeron a la ciudad de Morelia. A una ciudad compleja en la que he vivido, salvo el tiempo que fui a estudiar teatro a la capital, pero siempre fue mejor que un día me hubiera marchado “al norte”. Para mi padre hubiera sido una desgracia, porque él fue a trabajar allá en tiempos de “los braceros” y justo el año que yo nací, decidió no volver y no volvió. Años después en uno de sus razonamientos, dijo que la ignorancia hacía que los mexicanos no se dieran cuenta que eran discriminados y desde la ignorancia misma, se desconocía también la dignidad. Prefirió que nadie de sus hijos emigráramos, porque allá se gana dinero e ignorancia en las mismas cantidades y “los gringos jamás te verán como su igual”. Había que ir a la escuela, a la Universidad en nuestro país, era la consigna y en mi caso, se cumplió.

Mi estatura es mediana y mi complexión generalmente hasta mi adultez ha sido delgada. Mi pelo abundante y de un negro profundo. Mi cara tiene algún parecido con personajes “que salen en el cine y en la radio” como se ha dicho entre algunos de mis amigos y mi familia; se refieren a Dustin Hoffman, Al Pacino y Joaquín Sabina, personajes de los que en algunas fotografías yo mismo encuentro parecido en algunas etapas de mi vida.

Ahora que escribo estos pasajes, puedo verme salir de la casa en las tardes y caminar por las irregulares y quebradas calles de mi colonia. Caminar es una ceremonia. A veces acompañado, la mayoría de las veces solo, como si fuera parte de mi trabajo de todos los días. Trabajo siempre, siempre trabajo en ese lugar de mi casa que me gusta y en el que se pierde gran parte de mí y mi vida se hace a un lado, para dejar que nuevos seres crezcan en las páginas de mi vida diaria. En mi trabajo nunca sé qué haré primero ni cuanto tiempo leeré y/o escribiré. Al comenzar la jornada de escritura, dejo que el misterio me diga lo que debo hacer y le obedezco. Nunca sé, si he de pasar una jornada entera leyendo, o será posible escribir, pero si he de escribir, lo dejo todo y escribo las horas que se necesitan, las horas que lo que debo escribir requiera, porque siempre pienso que para eso vine al mundo, sirva o no aquello que escribo. El amor a la escritura, se cumple dando término a la historia que he narrado, o al poema que sacudió a la página, a la pluma y a mi mano que muchas veces acaba temblando.

Algunas veces por las rutas que invento al caminar, doy con aquellos días de mi adolescencia, cuando apenas había llegado a la ciudad que hoy me parece destruida por el comercio. Veo las calles chiquitas, descuidadas, sucias y en nombre del comercio voraz. Nada más le importa a la gente que vive aquí; muchas casas se fueron convirtiendo en tiendas. En estas calles –mucho más despobladas– jugué futbol, porque desde primero de secundaria, jugaba fútbol y en el barrio, siempre estuve alineando en el equipo de mi calle, para los torneos intercalles informales que se hacían en un lote baldío que estaba a espaldas de mi casa que con mucha frecuencia organizábamos, y que no pocas veces, acabaran a madrazos. No olvido a los de mi equipo: Gera, Tavo, Martín, Nico, Memo, Cala y el Semo (mi héroe para buscar pleito con los contrarios) y otros con quienes nunca dejamos de ser amigos en la lejanía y el rumbo, de lo que la vida nos dio por elegir.

Cuando camino, siempre pienso en mí, frente al mundo ordinario que por esa colonia donde vivo, ha construido el comercio. Desde unos años para acá, todo se vende por ahí y no puedo evitar mirar el pasado y prefiero no cruzar las calles exactas de mi adolescencia, porque me devuelven esa especie de felicidad perdida e irrepetible que por ahora, no quiero ni siquiera nombrar. Y vienen a la memoria –de sólo caminar ahí– los recuerdo de los sueños de aquella pandilla que fuimos y cómo fue que aprendí la amistad. No falta el recuerdo de nuestros sueños por algunas de las vecinas que nos emocionaron, como musas deliciosas que estaban presentes en aquellos días de calles seguras y despobladas, aunque más presente, estaba en la imaginación excitada de aquellas estrellas del fútbol que en nuestra calle fuimos, llamándonos Carlos Reynoso, Enrique Borja, El Gato Marín, Fernando Bustos y muchas veces Rivelino, Pelé, Johnny Rep y Johan Cruyf.

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