Bitácora
Por Pascal Beltrán del Río
México vive la más extraña de las paradojas: durante décadas fue el escenario de una lucha por un régimen democrático y plural, que se abriera a una competencia electoral limpia y equitativa, frente a la hegemonía de un partido cuyo régimen, incluso, llegó a ser descrito por un célebre escritor como “la dictadura perfecta”.
Después de una transición lenta y accidentada, se alcanzó la alternancia en la Presidencia de la República y, con sus defectos, se instauró un régimen de partidos con condiciones más o menos equitativas de competencia.
Hoy, el país es rehén justo de ese nuevo sistema, en el que nada avanza mientras los actores políticos viven en el interminable litigio electoral.
La lucha de varias generaciones que desafiaron el autoritarismo a favor de un régimen abierto e incluyente no se tradujo en un mejor país, me temo. El pluripartidismo se turnó en repartición de cuotas de poder y negociaciones en las que la norma ha sido tomar las políticas públicas como rehén.
No es que me extrañe, por supuesto. Pero no podemos acostumbrarnos a que esa sea la norma. Los nobles principios que impulsaron la transición democrática no merecen este derrotero.
México, un país carcomido por la corrupción, no puede arrancar el andamiaje legal para combatirla, una vez más, porque la pugna por las urnas no lo dejan.
El 18 de julio es la fecha que las propias fuerzas políticas del país se dieron para cumplir con el mandato legal para que funcione el Sistema Nacional Anticorrupción. Todo indica que no será así.
Porque, una vez más, no hay condiciones.
Se requiere un periodo extraordinario del Congreso de la Unión para nombrar al fiscal y a los magistrados de esta nueva estructura que fue, no olvidemos, producto de por sí de una larga negociación para que se incluyeran los puntos de vista de las principales fuerzas políticas y de las organizaciones civiles que impulsaron el tema. Y que en el camino también se vio interrumpida por coyunturas electorales.
Nada se avanzó previo a los comicios del pasado 4 de junio, y nada se concretará de aquí al 18 de julio porque los resultados en Coahuila y el Estado de México fueron impugnados ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Y se necesita que este órgano jurisdiccional tome su determinación –que no será antes de agosto o septiembre– para que de nuevo la Fiscalía camine.
Son ya dos años de espera para echar a andar una fiscalización que sea de veras eficaz. Y pueden ser más. Qué más da. No hay dictámenes para convocar al extraordinario, se dice. Y si los hay, tampoco importa. Serán rehenes de lo que decidan los magistrados electorales que, en un gran ejercicio de buena fe, pensamos tomarán una decisión autónoma e independiente.
Porque el problema es que la gente, mal pensada como es, no creerá que el Tribunal y el Senado van cada uno en su propio carril y decidirán conforme las evidencias que tengan, en el caso del primero, o los perfiles de los aspirantes y sus proyectos, en cuanto al segundo.
Lo que todos imaginamos es que una decisión dependerá de la otra, lo que de nueva cuenta nos regresa a la era de las “concertacesiones”, esa forma que desde el salinismo se ensayó para postergar la transición democrática e ir compartiendo el poder de poquito en poquito.
Pero también puede ser –pensemos optimistamente– que, efectivamente, el atorón es producto del berrinche del mal perdedor que se niega a aceptar su derrota y que quiere estirar la liga hasta el final.
Qué importa, la verdad.
En este juego de fuercitas, el que pierde es el país. Condenado a posponer todo. Porque no sólo es el sistema anticorrupción. Es también la designación del Fiscal General de la Nación, y la aprobación de la Ley de Seguridad Interior, y lo que falte. Es convertir en letra muerta lo que queda de la Constitución. Y cualquier cosa que suene a plazos legales.
Y lo que es peor: el final del proceso en el Estado de México y Coahuila se cruza con el inicio de la carrera presidencial.
Legítimamente nos preguntamos: ¿dará tiempo para resolver estos pendientes en el ínter?
Le adelanto la respuesta: no hay condiciones. Los ánimos están caldeados.
Esperemos la coyuntura adecuada. Total, el país siempre puede esperar. Como el de Peter Pan, es el de nunca jamás.
