La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Hace unos meses compré los “Ensayos” de Montaigne. Un mamotreto maravilloso en edición bilingüe que llegó a mis oídos por recomendación (indirecta) de mi autor favorito, Thomas Bernhard.
En muchos de sus libros, el austriaco menciona a Montaigne de una manera sumamente tierna, pues cuando está ansioso (o de plano harto de tener que convivir con la gente) se retira a sus habitaciones para leer a “su” Montaigne.
El libro, ya lo dije, es un ladrillote de dos mil quinientas páginas bellamente impresas en papel cebolla. Así como las biblias.
Y como muchos le hacen con la Biblia, yo me he hecho la costumbre de abrir al azar alguna de las páginas de los Ensayos.
Hoy por la mañana, como todas las mañanas, terminé de hacer mi rutina de estiramientos en el jardín y acto seguido me metí a la casa, me preparé un café y tomé la que yo he autodenominado mi “Real Biblia”.
Fui pasando las páginas y seleccioné algún ensayo breve para leer mientras terminaba el café. Encontré un gran texto sobre el sueño. Fue de lo más oportuno ya que de un tiempo para acá he ponderado la importancia del descanso.
Antes era una persona que sentí culpa de quedarme dormida. Dormía acaso, si bien me iba, cinco horas a lo mucho. Y ya sea que me hubiera desvelado (o no) abandonaba la cama a las siete de la mañana como si en verdad tuviera mucho qué hacer. No sé… pensaba que dormir era una pérdida de tiempo. Pensaba también que la vida es demasiado corta como para pasar la mitad de la misma durmiendo. Además casi siempre tenía pesadillas. Esto se lo adjudicaba a mi propia negación de rendirme ante Morfeo, es decir, mi cabeza no dejaba de pensar ni en los estados más profundos del sueño, luego entonces el cansancio, la ansiedad y el miedo a no despertar, tejían historias macabras en mi cerebro.
Con el tiempo, y gracias a que tengo un marido que se entrega como debutante de palacio a sus sueños (como si no tuviera remordimientos), le fui tomando gusto a dormir, pero todavía es la fecha en que me dan ciertos raptos de culpabilidad por dejarme ir mientras la vida está sucediendo fuera, entre los despiertos.
Ahora que estuve enferma confirmé que el sueño es parte esencial de la buena salud de la mente y el cuerpo. Obligada a guardar reposo e impedida de leer por los vértigos, dormí más que nunca. Dormí esperando que el despertar fuera menos telúrico. Me hundí en la cama durante una semana y ¡oh, milagro! Mi cuerpo se restableció a una velocidad inédita.
¿Qué mal le puede hacer a la mente dejarse arrebatar por las demandas de un cuerpo que está pidiendo una tregua a gritos?
Leyendo el texto de Montaigne sobre el sueño, me di cuenta que no sólo es una acción que repara al organismo, sino que además puede salvarte de muchas calamidades externas. Quedarse dormido puede hasta salvarte la vida. Rendirse al cansancio puede, también, evitar que acabes colgándote del perchero cuando las angustias de la vigilia te sobrepasan…. Lo que no ocurrió (según Montaigne) al emperador Otón, pero, por lo menos, se fue descansado hacia ultratumba…
“El emperador Otón, habiendo decidido matarse esa misma noche, tras haber puesto en orden sus negocios domésticos, repartido su dinero entre sus servidores y afilado una hoja con la que quería herirse, sin esperar ya a saber si todos sus amigos se habían retirado a un lugar seguro, cayó en un sueño tan hondo que sus criados lo oían roncar…”.
Huelga decir que antes de echarse su última siesta reparadora , Otón escribió una nota suicida que decía: “Es mucho más justo morir uno por todos que todos por uno”.
