La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Machia / @negramacchia

Ayer se cumplió un aniversario más de la muerte de Jim Morrison, y me sigo preguntando: ¿por qué nos gusta tanto este hombre?

Creo que, ante todo, por ser un miembro ejemplar del malditismo, que abrazó desde muy joven gracias a su inclinación a la poesía de Rimbaud y Baudelaire.

Morrison no era un chavito trajeado y ñoñete como los Beatles en su primera época. Tampoco era un jipi atolondrado, aunque haya sido uno de los máximos adoradores de las drogas psicodélicas.

Jim Morrison apareció desde un principio con un aura de sensualidad inédita para el tiempo. Su voz era una mezcla de crooner barítono con toques de blusero blanco callejero.

Parte del encanto de sus letras reside en las imágenes poéticas. Morrison, a comparación de muchos de sus contemporáneos, fue un tipo que leyó, y leyó buena poesía. Digamos que tenía el oído afinado antes de irrumpir en la escena como un rockstar.

Escucho por enésima vez “The End” y confirmo que, además de estar en contacto permanente con la poesía, Morrison era conocedor de la mitología griega. Por eso cada vez pisaba el escenario se daba el lujo de improvisar y cambiar la narrativa de sus canciones, como esta alegoría a Edipo Rey…

Father?
Yes, son?
I want to kill you...
Mother?
I want to... fuck you!

¿Cómo no iban a enloquecer las fans del “Rey Lagarto” ante tales actos de flagrante provocación? Mientras, mismo tiempo, en la liga de la moral se rasgaban las vestiduras.

Ese era Jim Morrison. Un tipo que en su juventud se agazapaba en un rincón. Un joven taimado, tan temeroso del público que en sus primeras presentaciones salía dándole la espalda a la gente.

Todos los rockeros malditos que le siguieron, son meras versiones distorsionadas.

A 46 años de su muerte, Jim Morrison sigue siendo “l'enfant terrible” del siglo pasado.