La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

 

Socavón no es una palabra que escuchemos muy a menudo. Lo que sí oímos diariamente es que un carro perdió la llanta (y hasta el rin) en un bache. Bache sí es una palabra común.

Cada año es lo mismo: empiezan los aguaceros y sale a flote toda la inmundicia del suelo y toda la corrupción de nuestros gobernantes.

Llegan las lluvias y se incrementa la venta de neumáticos. A ellos, los concesionarios de Michelín y Goodyear, les conviene que las licitaciones de obra pública sean el resultado de una red de pillos que se dan chamba unos a otros.

En cualquier ciudad del país, salir en automóvil después de un chubasco es un pase directo a ser más pobres. Ya sea por accidentes o por el oneroso gasto de comprarle nuevos zapatos al auto.

Vas manejando y de pronto ¡rájale! caes en un cráter que, en el mejor de los casos, te hará golpearte en el techo. Caes porque simplemente el agua crea un efecto espejo, los baches se cubren y es como si no existieran.

Y usted, ¿cuántas llantas nuevas ha comprado en esta temporada?

Lo que es imperdonable es que “aparezcan” cráteres del tamaño de un tráiler. Y más, en una carretera, donde los autos van a alta velocidad y es casi imposible frenar sin tener un aparatoso choque o generar una carambola o volar hacia un barranco.

Imagino el horror de las dos personas que cayeron en la “falla” que se abrió en la carretera a Cuernavaca.

A las cinco de la mañana los reflejos aún están adormilados. Aparte la carretera es nuevecita. Hecha, según esto, con los mejores materiales… por eso costó tanto, ¿no?

Ir rumbo al trabajo, quizás platicando con el copiloto, y de pronto el vacío. Pero no un vacío natural. No un acantilado. No una barranca.

Este tipo de “accidentes” sacan a la luz, ante todo, el estado deplorable de nuestras “instituciones”.

Y como es de esperarse no hay respuesta. Los unos le achacarán la culpa a los otros, cuando todos: secretarios, ingenieros y empresas que ganaron la licitación, llevan su parte de responsabilidad.

Esto es México, señores. Siempre ha sido así. Lo grave es que no se aprenda de las desgracias y se siga “confiando” en estos mercenarios.

Antes de ayer, pocos habían escuchado la palabra “socavón”. Los que conocen muy bien el término son los mineros, pues es ahí, en el subsuelo, es donde se dan con más regularidad los hundimientos de tierra debido al manejo de explosivos para la extracción de minerales. Sin embargo, ayer en todos los noticieros no se hablaba de otra cosa. Los comentaristas y presentadores repitieron cientos de veces la palabra.

Estoy segura que para los mineros y la gente que colabora con ellos, hablar de socavones es un tema tan cotidiano como delicado. Es algo a qué temer, ya que como decía J.R.R Tolkien, nadie sabe con qué fuerzas malignas se puede encontrar uno en las profundidades de la tierra.

Al despertar y oír la palabra “socavón” recordé de inmediato una canción del grupo chileno Quilapayún que habla de amos y esclavos, de minas y temblores de tierra.

 

En la mina brilla el oro

al fondo del socavón.

El blanco se lleva todo

y al negro le deja el dolor.

Aunque mi amo me mate a la mina no voy,

yo no quiero morirme en su socavón.

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