Carta de Boston

Por Pedro Ángel Palou / @pedropalou

 

Nada como los diarios de un novelista. Particularmente si se trata de Steinbeck y si leemos el diario que acompañó a la redacción de Las viñas de la ira en 1938, Working days, y la suerte de diario-epistola (son cartas a su editor Pascal Covici en el lado izquierdo de la misma libreta en la que escribía su novela en las páginas de la derecha) sobre Al este del edén. Ambos libros son iluminadores del trabajo del escritor, de sus problemas técnicos, de sus seguridades y sus dudas. El último, sobre todo, está lleno de momentos técnicos que en gran medida reflejan lo que estoy sintiendo yo mientras escribo y planeo El arte de perder. De hecho, al fin, he vuelto a la novela. Pero eso lo comentaré más tarde. Ahora a mi revelación.

Steinbeck se consideraba a sí mismo un gran artista, no tenía dudas de esa intuición estética, lo que dudaba es de si era lo suficientemente apto en determinado momento para lanzarse a las dos grandes aventuras literarias de su vida (las dos novelas que he mencionado antes). Su diario de trabajo de su novela más famosa y más socialmente comprometida es en ese sentido revelador –se trata de un escritor de treinta y seis años que se ha encontrado con el tema de su vida: la cruel vida de los inmigrantes en Oklahoma- porque a pesar de ser el tercer intento de abordar el tema (un ensayo y una sátira que rompió serían las frustradas versiones anteriores) aún duda de si es capaz de enfrentarlo en toda su magnitud. Y es que poco antes de recibir el Premio Nobel le preguntaron qué se sentía ser un autor y Steinbeck respondió: “No lo sé. Nunca he sido un autor. Siempre he sido un escritor”.  Y ser escritor, para él, no era un trabajo, una ocupación, sino un estado del ser. De allí que ahora esté leyendo con gran atención la monumental biografía que le dedicó –después de trece años de investigación y más de mil doscientas páginas-  Jackson J. Benson y en ella me doy cuenta de que alguien como Steinbeck poco o nunca se preocupó por la inmortalidad artística, sino por la escritura misma, por su amor a ella, por adicción. Hay un deleite, un goce espectacular en todas sus páginas por la actividad de escritura (incluso por el placer del contacto con el papel, del uso de determinados lápices, no los que se robaba de la Fox). Es ese moroso contacto con las palabras, con su forma, con su sonido, con su olor el que hacía interesantes sus hábitos de escritura (una página o una página y media al día, siempre menos de dos mil palabras) a tal grado precisos que en algún momento calcula el número de palabras escritas al día, el número de días y llega a la cifra: doscientas mil palabras (exactamente las que tuvo, al final, el manuscrito de The grapes of wrath). “La palabra es un símbolo –escribe en Canery Road- y un deleite que succiona a los hombres y las escenas, los árboles, las plantas, las fábricas y los Pekineses. Entonces la Cosa se convierte en la Palabra y luego en la Cosa de nuevo, pero envuelta y metida en  un fantástico patrón”. Así habla un escritor que cree en la palabra, que cree en los seres humanos y que cree en las historias (y de estos tres materiales están hechas las novelas). La grandeza de Steinbeck no le viene de sus heridas –fue un hombre demasiado sano para llenar el patrón típico del artista- sino de su totalidad. Amaba la vida y eso irradian sus novelas: la nobleza de un optimista. Un curioso, también, que no tiene tapujos en escribir de lo que se le da la gana, que no tiene lo que llamamos un “proyecto literario” (en el sentido de James, por ejemplo, lo que me cuestionaba también Rafael Lemus después de Con la muerte en los puños, queriendo amarrar navajas con Mario Bellatín quien si posee algo así como una idea de su obra. Yo también no sé de qué demonios voy a escribir después, pero seguramente será de algo totalmente novedoso para mi: uno escribe novelas para descubrir lo que desconoce y las termina publicando para olvidarlas). ¿Y por qué no el novelista va a tener en realidad tres grandes cualidades: sentido de la diversión, probada curiosidad y una enorme capacidad de asombro, aspectos que ponderamos sólo en los niños?

“Un escritor desde la más tremenda soledad está tratando de comunicarse como una estrella distante que envía señales. No está contando o enseñando u ordenando. Al contrario, trata de establecer una relación de sentido, o de significado, de observación. Somos animales solitarios y nos pasamos la vida intentando ser menos solitarios”. Y para ello es que contamos historias.

Y Steinbeck se nutría de ese amor particular por la naturaleza. En ese sentido se me presenta uno de los nuevos libro–en inglés, pues su edición francesa es de 1997- de Annie Ernaux, a la que he leído sólo en español hasta ahora. Se trata de la memoria sin ficción de la enfermedad de su madre (I remain in darkness en inglés, pero en realidad Je ne suis pas sortie de ma nuit en el idioma de la narradora), aquejada con Alzheimer. Es un cuaderno más crudo que lo que había leído antes de ella puesto que no tiene distancia alguna en su escritura frente a lo vivido: es la bitácora de su enfrentamiento con la madre en su etapa final. Se repite en él todo lo que sé de la enfermedad. Hay una escena terrible: la madre esconde las pantaletas sucias debajo de su almohada. Ernaux recuerda su infancia cuando vio por primera vez, escondidas hasta abajo de la pila de la ropa sucia la ropa interior de su madre teñida de rojo por la menstruación. Ahora la prenda ha mudado de color y de olor. Sólo está cubierta de mierda.

Además de la crueldad lo ya leído también: la imposibilidad de la comunicación con el enfermo de Alzheimer produce irritabilidad, desasosiego, desesperación. Ernaux pierde más veces la paciencia de lo que quisiera demostrar: no aguanta ver a su madre en ese estado. El único consuelo: huída ya de todo y de todos ha dejado, también, de sufrir. Y es que ya hemos hablado del tema de los tipos de memoria (de corto plazo, de trabajo y episódica) y de cómo el segundo tipo de ellos establece lo que llamamos intención, (o pudiera ser dirección también, un orden de los actos que el enfermo de Alzheimer olvida: se levanta al baño y ya no sabe para qué dejó la silla).

“Todas las mañanas emerjo de la muerte”, escribe Ernaux. Y de Annie Ernaux a quien sigo leyendo con deleite –y con estupor- regreso a Steinbeck, el de los lápices afilados y el papel suave para ser manchado con las páginas de sus novelas. Descubro en su diario epistolar que el callo del dedo donde apoyaba el lápiz era ya enorme para cuando escribió Al este del Edén, y que le molestaba. Una constatación fáctica de que el acto de escritura implica un derroche físico. Y aún más, que el acto de escribir novelas se parece al maratón: agota, desgasta, debilita. Sin embargo lo que más me ha preocupado de leer sus notas es otra certidumbre: la forma de la novela, la novela misma es un problema y en cada acto de escritura –cada que escribe una- el novelista le huye, la rechaza a la vez que intenta asirla. Huidiza, la novela parece escaparse siempre. Sólo en pocas ocasiones es notorio que la forma no pudo resistir la batalla y terminó por ceder ante la presión del creador. Así que estamos en 1951 de nuevo y el novelista –un catorce de mayo- apunta: “Hay en el aire junto al ser humano una especie de envidia congelada. Sólo deja que él diga que hará algo y el mecanismo entero trabajará para detenerlo. Los griegos trabajaron con satisfacción en ello: dioses celosos siempre presentes. Estoy en guerra con ellos hoy. Un insecto se halla trabajando en mi estómago y en mi pecho tratando de detenerme. Y estoy luchando contra él porque no tengo tiempo para disfrutar al insecto. Tal vez triunfe o tal vez el insecto triunfe sobre mí. Pero debe ser un bicho fuerte porque sus aliados naturales, los atesorados Pshycos me son leales. No existe quinta columna para el insecto”.

Con el tono irónico con el que se refiere frecuentemente a las cosas que realmente le preocupan Steinbeck pone el dedo en la llaga: lo único que hace que el novelista triunfe –y tal vez lo haga sólo contra el tiempo o contra el tema, no contra la forma- es que no tiene ganas de contemporizar con el insecto, que se encuentra decidido a dar la batalla diaria que significa –ritmo y no otra cosa que ritmo- llegar al punto final. En otro lado he descrito la jactancia de Steinbeck: ¡Tendré ochenta mil palabras esta semana!, anuncia triunfante en otra carta a su editor. Y sin embargo aunque cuente palabras o sume páginas lo que hace, en realidad, es algo tan simple y tan complejo como contar una historia. Sólo que sabe varias cosas: que debe tener una fe ciega en el papel de su narrador en la verdad de su relato, que no debe dar explicación alguna al lector de lo que está allí escrito, que las verdaderas historias no necesitan ningún tipo de argumentación que las sostenga que no sea la trama misma. Y es que el narrador sabe también que se trata de ir ganando terreno día a día, semana a semana mientras aparece algo así como una novela.  Y hay días en que se siente casi divinizado y percibe que sus sentimientos y que sus pensamientos son inconmensurables y hay otros –los más- en que reconoce que no es cierto, que sus pensamientos son débiles y humanos y que sus sentimientos son mezquinos y mediocres.

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