Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria
Vuelve a la ventana y mira nada. En sus cuadernos ha hecho notas de ciertos recuerdos que avergonzarían a cualquiera, pero al momento que vive, o a esa altura de su vida, como suele decir, no le importa ante la necesidad y deseo de escribirse como se abre una res en canal. Y se escribe él y confiesa y miente, y se coloca en el blanco de los arqueros y no le importan las bocas tapadas con las manos de la decencia y el escondite del pudor, porque aprendió que pocas cosas tienen valor para la vida suya y el que acaso llegaran a conservar, lo arroja como piedras, al pozo de la escritura, para que allí se quede como una ficción más de las que pueden confundirse con sucesos reales, que vistos al pasado, son ficción que a nadie importa, acaso hermosa ficción.
Ha dicho para sí, recordando el título de una novela de Onetti, “Cuando ya no importe” y recompone la frase y dice: “cuando nadie importe” ese sería el título de lo que le gustaría escribir. A nadie le guardará silencio, a nadie le guardará reputación, ni habrá de callarse y lo ha de contar todo. Piensa que nada hay más importante que aquello que surge de su memoria y llega a la página escapando del olvido, pero también sabe lo mucho que ha olvidado, lo mucho que ha quedado fuera de la memoria y que pudo haber sido hermoso, pero no tiene nostalgia por lo perdido. Lo suyo ahora es lo que vaga en la memoria, ese es su patrimonio que le da lugar a lo que debe escribir. Y escribir –sabe bien– a nadie sirve, a nadie hace bien, ni mal a nadie puede hacer; es una cosa más en el mundo que quedará en las páginas del destino que lo escrito merezca, cosas dichas en los cajones de nadie, en la oscuridad callada del secreto que las palabras deben guardar cuando sean leídas y habrá ojos que las hagan vivir. Quizás no serán las palabras que él escribe, esas sanguijuelas que se alimentan de muchos ojos, por el contrario, él habrá cumplido con una labor que ingenuo, creyó era su deber. Y eso al pensarlo, le da risa, una risa amarga, una risa mojada e impura. Piensa en la palabra “deber”, como si fuera un látigo hecho por la disciplina y demás inútiles armas que obligan. ¿Y sí era su deber escribir, puesto que nada ni nadie le ha pedido hacerlo?
Ahora cierra la ventana. Olvida rápido todo lo que no pasa en la calle e imagina como se desmorona la ciudad con sólo cerrar la ventana. Vuelve a los libros y en uno de los sillones, recibe la noche leyendo las cartas de Gustave Flaubert a Louise Colet, esa clase maestra de como se vive la escritura y como se escribe el amor con las palabras exactas. Lee de nuevo cómo un hombre escribe lo que fue cierto y lo que fue verdad y se lo dice a su amante más preciada.
Más tarde, él seguirá escribiendo cartas apócrifas, deseos, transposiciones de realidades que en las palabras van apareciendo como si fueran una sola realidad hasta extraviarse en ella. Escribe como si él fuera Vincent Van Gogh y allá, del otro lado de la página estuviera Rachel (Gaby) la putita pobre que recibió el regalo que el pintor le hizo: el lóbulo de la oreja envuelto en papel. Escribe las cartas que Vincent escribiera, aunque tampoco sabe a qué mujer en verdad le está escribiendo e imagina el destino de las cartas. Escribe para nadie. Se pierde en la escritura de cartas desde un autoengendro que sabe bien que no le pertenece, pero también sabe que esas palabras que van quedando como sangre en la página, pudieron ser suyas y lo son aunque representen una historia apócrifa de uno de los artistas que más ama y que ha sido un ejemplo de entrega al arte.
Y se pierde porque es un hombre que pronto se extravía en lo que lo arrebata del tedio, el vacío y otras bestias que siempre lo acechan y buscan atarlo a la acción de la memoria y la imaginación, aprisionarlo a los estremecimientos inexplicables que suceden cuando la belleza triste, trágica o alegre del mundo, se presenta y se apersona en el comedor de su imaginación y la memoria.
Y así, muchas veces le ocurre que no sabe en qué lado de la ficción debe vivir, ni sabe en cuál de los dos territorios ha vivido, ni de qué región de la realidad es ciudadano, aunque ha sabido que tal vez el mundo suyo está en el Siglo XIX y con quienes convive, pasan desapercibido ese pequeño detalle, porque cuando lo veo hablar de las novelas de esa época, pareciera que es él quien las ha escrito o es uno de los personajes que en ellas vive. Y se pregunta de dónde viene ese aprecio por ese mundo que más se parece a sus orígenes pueblerinos y pobres.
Muchas veces ese hombre, al centro de su extravío, llegó a pensar que la vida que ha llevado, sin haberlo planeado, es la vida de un artista y que la enfrentó como el marino que salta del barco y contempla como se marcha la embarcación en el horizonte sin temor por el ahogo y con todos los demás hacia un rumbo seguro, mientras él, ni naufraga ni muere. Y viene la imagen de Butes, el que saltó de la Nave de los Argonautas, seducido por el canto de las sirenas y nadie tomaba en cuenta, mientras que los demás se protegían de no escucharlo, como Orfeo que sonaba sus caparazones para ahuyentar aquel bramido. Mientras Butes, dejó los remos y saltó al mar tras aquel canto, sin importarle nada. Él es Butes, imagina.º
