La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Crecí en Cholula. Específicamente en el Barrio de Jesús. Uno de los barrios más tradicionales del pueblo. El barrio custodiado por San Pachón: un santo a caballo que sale a pasear de vez en cuando.
Siempre escuché historias sórdidas sobre mi barrio. Que si el carnicero vendía carne de joto, que si el verdulero era narcomenudista, que si el cura era pederasta.
Mi casa estaba junto a la iglesia del barrio. Frente al parque del barrio, donde pasadas las nueve de la noche se juntaban los malandrines más temerarios, decían.
En el tiempo que viví en el barrio, asistí puntualmente al catecismo, y luego de salir empapada de la palabra de Dios, me iba con la palomilla, mi palomilla fresa, a empaparme en los charcos que se hacían frente al carrito de los churros y los plátanos fritos. En ese charco vi una rana por primera vez. En ese charco también me infecté de amibas y me brotaron ojos de pescado en las plantas de los pies. Jugaba con todos los niños que iban al catecismo. Pobres, riquillos… todos cabíamos en el mismo charco. Una maravilla mi infancia.
En la esquina de mi casa estaba la tienda de don Poncho. Su hijo, César, iba conmigo en la escuela. A don Poncho le iba tan bien con su miscelánea que podía darse el lujo de cambiar el carro cada dos años e inscribir a sus hijos a la escuela de paga, no a la pública.
Yo siempre quise ir a la escuela pública porque estaba a dos pasos de mi casa, pero mis padres insistieron en mandarme a la privada. Yo quería ir a la pública porque ahí iban los amigos más divertidos del catecismo. Los Chuchitos, les decían, por ser hijos de Los Chuchos, la banda más heavy del barrio.
Aparte, afuera de la escuela pública vendían unas paletas miniatura de arroz con leche que eran deliciosas, mientras que afuera de mi colegio de monjes sólo se paraba “El raspas”, un ruco que vendía raspados con piquete. Obviamente ni los monjes ni los papás sabían que “El raspas” le echaba aguardiente a los raspados. Eso sólo lo sabíamos los inadaptados del colegio. Los que nos saltábamos la última hora de clases para bebernos por lo menos dos raspados y llegar medio puestos a la casa.
Años después, cuando salí de la prepa y mi madre paría chayotes porque empecé a beber con enjundia, le dije que ella había tenido la culpa de que yo me iniciara en los placeres dionisiacos, ya que de haberme mandado a la secu y a la prepa oficial, me hubiera aficionado a las mini paletas de arroz, no al “win” de “El raspas”.
Así que a mí nadie me puede venir a decir que me faltó o me falta barrio, pues muchos años viví en uno. Quizás en la posición más privilegiada, pero jamás huí al llamado feroz de la tropa.
Ahora que busco escuela para mi hija, muchos amigos me recomiendan que la meta en la secundaria de gobierno, “para que agarre barrio”.
En primer lugar no entraría porque sus calificaciones son lamentables. En segundo lugar, por mis rumbos no hay secundarias de gobierno. En tercer lugar, creo que a mi hija le sobra barrio. Me explico: hay barrios en todo el mundo, en primer mundo los barrios suelen ser aún más densos que en el tercero.
En su estancia canadiense la niña asistía al colegio público como la mayoría de los niños del barrio. Eso es una bendición o como queramos llamarle, pues el ahorro es considerable. Lo que me tiene contrariada es que la gente piense que “tener barrio” está íntimamente ligado a la miseria, no económica, sino moral.
Me dicen: “que se dé un baño de pueblo”, como si el pueblo fuera una horda de semisalvajes.
Proponen que mande a la niña a una escuela de gobierno como si fuera un castigo. Como si asistir y juntarse con la clase más desprotegida significara darle un escarmiento terrible. Lo que insinúan es que la chica fresita necesita que le bajen los humos. ¿Cómo? ¿buleándola por ser güerita? Eso es clasismo y racismo a la inversa.
Lo que estas personas parecen ignorar es que el barrio se hereda, no en las calles, sino en casa.
Mi hija nació y creció hasta los 7 años en un fraccionamiento con campo de golf. ¡Ni modo! es la vida que nos tocó. ¿Eso la hace merecedora de un escarmiento ejemplar por parte de “El Barrio”? ¿Qué barrio imagina esta gente?
Lo que me queda clarísimo es que quien manda a sus hijos a escuelas de gobierno pensando que es una suerte de penitencia, corre el riesgo de perder al chico para siempre, y no por que “el infelizaje” se lo vaya a devorar, no. Corre el riesgo de perder al hijo porque el hijo se dará cuenta de lago: se debe cuidar del padre resentido, no de los compas de la palomilla.
Mis razones para no enviar a mi hija a la escuela de gobierno son estrictamente accesorias: su mal promedio, mi pereza para levantarme a las 6 de la mañana y transportarla, y la conciencia de que hay padres que verdaderamente no pueden pagar un colegio privado y esperan ese lugar para sus niños.
¿Por qué le quitaría ese derecho a un chavo que en verdad quiere estudiar cuando sé que mi hija no es lo que se dice una estudiante modelo? Cierto. Ahora vivimos en un barrio mejor que en el que yo crecí, pero eso no ha sido impedimento para que mi hija conviva con los del barrio de junto.
Y con el barrio quebeco: chavos que fuman crack desde los 11 y niñas que han ido a “rehab” desde los 13.
Siendo sincera, temo más a los mirreyes de mi barrio que a los patinetos del barrio vecino. En todo caso, el trabajo más pesado para mí es que la niña salga avante de su propio hábitat.
