Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria

Muchas veces veo al hombre en el espejo y lo desconozco, porque sé que la noche anterior fue otro y el alcohol había incendiado su corazón y vio de frente como lo va devorando el tiempo. Leo los versos que ha escrito la noche anterior y no los creo. Hay en ellos, una luna y el oro imposible de poseer la palabra “luna” como siempre lo ha querido. Rompo las páginas y con ellos alimento el cesto de papeles perdidos que tengo bajo el viejo escritorio de madera, hecho de sus recuerdos y los míos. Somos dos, o quizás hemos deseado ser dos: uno que vive en el infierno del silencio y otro que todos los días, mira la luz del sol de frente y sin miedo a la marcha imparable de cada día. Aquel sufre los golpes a martillo de la tristeza por un mundo que no entiende, mientras yo me levanto cada día y miro su rastra, su rastro, su huella que la voz de loco, deja en mis cuadernos y con la que debo labrar las palabras que vomita desde su íntimo cielo incendiado.

Recuerdo el fuego que su memoria alzaba mientras en el pozo de agua clara que era la noche volvía el pasado, como ha sido su costumbre. Lo veo cantando y en sus espejos rotos de tiempo, ahora puedo ver de cerca aquel niño que fui, en el primer día que vine a Morelia, la ciudad donde ambos, nos quedaríamos a vivir. Sin entender, ni darme cuenta, iría a la ciudad sin imaginar lo que significaría estar en un mundo desconocido. Y en su memoria, vuelvo a hacer el recorrido que ya conocía muy bien en el camión “La Calandria”. Su hora de salida del pueblo, a las seis de la mañana. Pero aquella vez, acompañado de dos conocidos más, que venían a lo mismo que yo y que pronto desistirían. El viaje fue distinto; cargaba yo una caja de cartón y un veliz con la escasa ropa que tenía para llegar a la casa que estaba en la última colonia de la ciudad, que era entonces la Vasco de Quiroga, donde mi padre había comprado un lote. El viaje para mí era distinto, aunque el polvo y los brincos del camino de los primeros catorce kilómetros y antes de llegar a la carretera “de chapopote”, eran los mismos. Muchas veces había hecho ese recorrido con mi padre y mi madre, pero ahora, estaba viajando para no volver. Miraba por la ventanilla y me estaba despidiendo de lo que había creído mío; de los llanos, de aquel cielo abierto y limpio de agosto.

Esos primeros catorce kilómetros de terracería, todavía me hablaban de una atmósfera propia; eran el campo, la loma, los matorrales y los árboles que había visto toda mi vida y que podían hablarme con una fuerza mayor. Aquella mañana, debía despedirme y emigrar a la ciudad a la que nunca quise venir, como lo he dicho después de haberlo descubierto con los años (en su momento, ni la tristeza comprendí). Me trajeron, en nombre del progreso, de la preparación, de los saberes que mi padre soñaba que sus hijos aprehendieran. A disgusto incomprendido acepté, pero no fue mi voluntad haberme subido a “La calandria” y embarcarme a la aventura que no entendí nunca por qué debía hacerme feliz y convertirme en un joven progresista. No era así, porque seguiría añorando aquella vida al descampado y libre que había recibido del campo y el pueblo durante la niñez. Y lo vería en el encuentro con la ciudad de la que tuve que aprender, fingiendo que no tenía miedo, que aquello debía parecerme natural, aunque la verdad, muriera de miedo ante las calles con autos. Esperaba que no viniera ninguno, pero de verdad ninguno, para cruzarlas. Imaginaba aquellas máquinas inmensas contra mí, matándome. Desde entonces creí que los autos eran el símbolo de la muerte.

Vuelvo a ver en la memoria del hombre que ahora reposa al lado, cuando en el viaje, después de pasar por las calles llenas de pozos del pueblo de Coeneo, “la flecha” ascendía a la carretera esperada: “la de chapopote”, como elogiosamente se le nombraba. Ya sobre ella, había un supremo, aunque discreto festejo de los pasajeros. “Se siente lisito”, decía Nano que era uno de mis amigos que se quedaban en el pueblo y sin esperanzas de marcharse. Había un orgullo que podía verse en los rostros de todos los viajantes mientras que se recomponían y se sentaban más rectos. Y en esa incomprensible transformación, en la que adoptaban una nueva posición los pasajeros, podía yo ver que a la gente le gustaba pisar los mejores terrenos de su mundo. Iban en la carretera y aquello les iluminaba el rostro, mientras yo con una moneda de cobre de veinte centavos en la mano izquierda y un limón partido en la mano derecha, miraba al frente para no marearme y mis ojos daban a la negra carretera que me habían dicho que era la “carretera nacional”. Invariable la entrada en Comoanja a recoger pasaje y a que los pasajeros compraran chapatas. Kilómetros después, con mi respectivo mareo con vómito, palidez y asco, “La calandria” se detenía una vez más en aquel ejercito de vendedores llamado Quiroga, pueblo de paso, que durante mucho tiempo detesté, porque a esa altura –ya fuera de ida o regreso– yo iba mareado y odiando el mundo.

Sin previo aviso, el que está en mí, ya es el que es, y allí, en una especie de miseria, comienza de nuevo su vida, una vida sin esperanzas y con la seguridad que la imaginación lo volverá a salvar. Y vuelvo a ver cómo la imaginación era su recompensa en la ciudad en la que buscaba mirar hacia donde sabía que estaba su pueblo. Las tardes –ve en los ojos del que ahora se despierta con la luz de las páginas que se han abierto–, eran hermosas y tristes. Él allí sentado en la fuente del jardín de Las Rosas y mirando hacia el poniente, diciendo nombres y otras palabras, como un conjuro rabioso, para que volviera su vida que había dejado allá, en el barrio de San Juan, en aquella parcela de su corazón.

Las clases en la secundaria debían continuar en su vida y allí, en las manos del que comienza a escribir, ve los primeros días de clases en la secundaria, la escuela frente a la que vivían los tigres y los leones y un enano maravilloso que en su imaginación lo había visto cantar. º

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