Y si no, también
Por Carlos A. Alatriste M. / @carlosalatristm
La noción de transversalidad entró al ámbito educativo como un desafío en una doble vertiente: en primera instancia era importante conceptualizarla para darle sentido y acotar el significado y, en segunda, que no se quedara en el discurso de los administradores o como letra muerta en el currículo. Y vale la pena decirlo de inicio, al igual que las competencias y el desarrollo académico, como sociedad hemos ido durante décadas aproximándonos a su comprensión, descubriendo de qué se trata, cuál es su utilidad, cómo se propicia.
Las transformaciones económicas, culturales y sociales nos afectan en la medida en que somos entidades bio-psico-sociales. No es extraño que, a fines del siglo XX, ante el agotamiento de los grandes discursos o relatos que durante siglos orientaron el día a día, surgieran preguntas inusitadas que atañen a nuestra condición de habitantes del mundo. En medio de la perplejidad y la incertidumbre el mundo se mostró complejo y plural.
La complejidad y pluralidad del mundo dibujó un escenario multicultural en el que empezaron a surgir problemáticas que demandaron la construcción de una nueva civilidad. Una nueva ciudadanía. Y la construcción de ese ciudadano pasa desde luego por la comprensión social de los fenómenos emergentes y la educación como medio para contrarrestar la violencia, la discriminación, el despilfarro, la huella ecológica y el hambre.
Las voces menos críticas, lejos de una visión sistémica de la sociedad y las causas estructurales, vieron la raíz de los problemas sociales en desaparición de la clase de civismo y pugnaron por su regreso. Otros apostaron por la educación en valores, primero “enseñándolos” y luego clarificándolos para llegar finalmente a la necesidad del juicio y la deliberación. La moral volvió por sus fueros y la Ética ganó un espacio en el mapa curricular.
Lo que quedó claro es que los ciudadanos, en general, y los estudiantes, en particular, necesitaban comprender problemas cruciales, mitigar sus efectos por un lado y atacar sus causas por otro. Tarea nada fácil. Los problemas urgentes se revelaron multicausales, multidimensionales, arraigados en esquemas culturales y necesitaban, por tanto, un tratamiento transdisciplinario, constante y con efectos concretos en la actuación de los habitantes de la ciudad. Temas transversales, se les empezó a llamar.
Los temas transversales fueron incluidos en la teoría curricular al inicio de los 90 por César Coll como contenidos que debían ser abordados de manera sincrónica y diacrónica en las aulas, ya que por su importancia constituían ejes para la formación y por su complejidad exigían una atención permanente, continua, cíclica. La transversalidad implicaba incluir en el currículum escolar aspectos culturales relevantes y valiosos cuyo aprendizaje pasa por ciclos recurrentes que ahondan y profundizan en la identidad… Desafortunadamente muchos “expertos en educación” sólo alcanzaron a ver “temas repetidos” y le metieron tijeras al currículum transversal, faltaba más.
Pero sigamos hablando de la transversalidad. Las últimas tres décadas nos han enseñado que los derechos humanos, la democracia, el cuidado del medio ambiente, la transparencia y la rendición de cuentas o la inclusión y la equidad no pueden ni deben reducirse a definiciones para memorizar y transcribir en un examen; son más bien formas de ser. Formas que han de formarse, ya que resultan de acciones intencionadas y no suceden por casualidad o selección natural. Formas que pasan por la conciencia de que la realidad puede ser construida, transformada, mejorada. Formas que no proceden del diccionario, sino que pasan también por los afectos, la voluntad y las interacciones sociales.
Hemos avanzado, aunque estamos lejos de una definición común de transversalidad. Está claro, sí, que los temas trasversales deben incluirse en los procesos educativos, que son por tanto tarea de las instituciones educativas (y de la sociedad en general), que tienen que ser formados desde la interdisciplinariedad, que son núcleos integradores y no pueden reducirse a asignaturas ni atenderse con acciones complementarias.
La falta de acuerdo en el alcance del currículum transversal resulta de las diferentes aproximaciones al problema. Por ejemplo, González Lucini propuso una aproximación humanista centrada en valores, Yus Ramos consideró en esta parte valoral y estructural tiene un inevitable trasfondo ideológico. Moreno Merimón apeló a una interpretación desde la historia. Así, por un lado, se vincula ética y educación, confiándole a la escuela la tarea de ayudar a los estudiantes a construir un proyecto de vida positivo, Por otro se aplica la crítica a las instituciones y se señala que la escuela pregona valores que no caben en la vida cotidiana, lo cual deriva en la formación de “ciudadanos indeseables” o disfuncionales en sociedad. Y una serie de posturas conciliadoras y eclécticas que van de la educación vista como acción humanizadora a la crítica de la escuela como espacio con valores y reglas que no funcionan en la realidad.
El debate sobre la transversalidad sigue vivo y está lejos de la nimiedad. Si bien es imposible el regreso de los enciclopedistas, es necesario que los ciudadanos del siglo XXI no limiten su visión. Que aborden los problemas en redes. Que triangulen las miradas conscientes de que las situaciones complejas no se resuelven con reducciones ni respuestas simples. Para ello es menester formar a los estudiantes, no hay duda. Al profesorado, desde luego. Pero también a quienes se encargan de la gestión académica, los que diseñan y aprueban políticas públicas. A los excluidos y a los que excluyen. A los que ganan y a los que pierden con la corrupción y la opacidad.
La tarea de la sociedad (incluida la escuela) es formar, no sólo informar sobre cuestiones éticas, ambientales, de salud y sexualidad, de igualdad de oportunidades y legalidad. La tarea es importante y urgente: no se puede postergar.
