Figuraciones Mías 

Por Neftalí Coria 

Después de la larga caminata, vi territorio conocido y milagrosamente, llegar a “Los pingüinos” –aquella tienda legendaria– y bajar por la calle de la antena, fue un alivio. En las calles conocidas, me sentí a salvo, como quien cruzó el mar y estaba del otro lado, enfrentando la vida nuevamente.

Cuando entré a la casa se acabó la preocupación natural de todos. Pero poco antes, aquello había sido dramático. Y el culpable (mi sobrino) se alimentaba con un callado gozo. Dos de mis hermanos habían salido a buscarme y él se había quedado callado y lo que es peor, siempre lo negó encarecidamente hasta que el asunto se desvaneció, como se desvanecen las mentiras necias. Más tarde la vida se lo cobraría sin mi intervención y para fortuna de la justicia. Sólo le pregunté delante de quien estaba allí, por qué no me había esperado. Le pedí el dinero de mi pasaje en silencio y me lo dio sin decir nada. No le reclamé, aunque ante los regaños recibidos, tuve que decir la verdad y de allí en adelante, nunca fuimos compañía en el trayecto a la escuela. No valdrán la pena los detalles, pero pronto un día que mi sobrino guardaba una buena cantidad de pan que trajo del pueblo, debajo del colchón de su pequeña cama y otro amigo –inquilino de Zacatecas– lo descubrió. En su ausencia, levantó el colchón y repartió el pan por todo el vecindario. Cuando volvió, nada dijo y a nadie preguntó. El amigo zacatecano que descubrió el botín bajo el colchón, disfrutó el usufructo y comenzó a hacerle bromas cada vez más pesadas y al ver lastimado su irremediable egoísmo y amenazada la permanente competencia –que no sólo era conmigo, sino con el mundo– se fue de la casa. Desde entonces aprendí a enfrentar la envidia y los flechazos de odio que muchas veces he visto a mi alrededor. Nunca nos juntamos, como suele pasar con personas con las que creen tener una muy alta función en el mundo. Para mí, siempre ha sido preferible retirarme de estos personajes, porque es la ambición, lo que los hace soñar en grande. Cuando se fue mi sobrino, yo ya tenía nuevos amigos, tanto en la escuela, como en el barrio de la colonia en donde fui entendiendo la manera en que vivía la gente de Morelia. Por entonces tuve amigos como Jaime Espinoza Ruíz, Gilberto Carrillo Calderón (Con quienes hasta hoy tomamos café los lunes y conozco su destino) y amigos futboleros como Alejandro Bedolla “El Búho”, el bien peinado Luis ArturoEspinosa de los Monteros Molina, Alberto Conejo Nava, Gerardo García Vallejo, dos amigos que también siguen presentes en mi vida) y el inolvidable Benito Juárez, sí, ese era su nombre, entre otros que recuerdo con afecto y ya nunca los volví a ver.

Me inquietaba saber a qué ciudad había llegado a vivir y quería saber cuáles eran las diferencias entre la gente de Morelia y la de mi pueblo. Descubrí que en la ciudad la gente vivía muy pendiente de la televisión y en cada casa que visitaba, había un televisor en uno de los lugares más importantes: la sala. Sitio que no existía en mi topografía mental, porque en mi pueblo no vi ninguna y las que había, estaban en ciertas casas a las que jamás entré. Descubría con fascinación, como aquel aparato era el santo patrono de cada casa y por la noche –como a los insectos y a los elefantes (Sabato dixit)– los reuní en cercanía. En el barrio del que poco a poco fui siendo parte, y justo la esquina de mi casa, vivía doña Celia mamá de Peri, Julio y Malena y cobraba veinte centavos por ver Tarzán. Algunas veces pude pagar y ver al Rey de la selva en el aparato blanco y negro, que cubrían con una especie de estuche de tela oscura durante el día. Así, poco a poco me encontré con amigos que se volverían entrañables en el futbol y en el descubrimiento de la calle y el ocio (llamado vagancia), el estadio Venustiano Carranza, los mitos que la ciudad en ese entonces provocaba, la matinée de los sábados en la capilla, pero sobre todo aquella fiebre del futbol que viví como uno de los sueños centrales de mi vida adolescente. Yo quería ser futbolista y ya lo tenía decidido. No recuerdo con precisión como fui cambiando el sueño hacia los libros y hacia la música. Estaban los dados en el aire y caerían sobre la mesa de la lectura y esa soledad que me dieron los libros y que más tarde me apartarían de todo, incluyendo el descubrimiento de el amor por una hermosa morena con quien vivíamos momentos de profunda locura amorosa. Quizás aquel descubrimiento de la lectura de la poesía y las novelas, se vio beneficiado por el amor que comenzaba a bullir en mi vida de silencio y libre imaginación. A nadie le dije nunca de mi amor por la lectura; era algo clandestino, vibrátil, secreto, estremecedor, porque mucho de lo que leía, pensaba que era cierto, que los hechos habían sucedido de verdad en lugares lejanos, es decir, que Lord Edward Glenarvan, personaje de “Los hijos del capitán Grant” era verdadero, como la existencia del mar que hasta entonces yo desconocía. Estaba seguro que el “Duncan”, el navío de aquella historia, era totalmente real, que el mensaje encontrado en el estómago del tiburón martillo, era real como real era aquel objeto que tenía entre mis manos y me contaba la historia de la navegación del “Duncan” rumbo Sudamérica en latitud 37º S, que era lo único exacto y que sugería la Patagonia. Yo estaba leyendo aquello y creía que esos hombres del mar, eran verdaderos, ciertos, como cierto era yo volviéndome un habitante de la ciudad de Morelia, ciudad de la hipocresía. º

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