La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Para fracasar bien en la vida hay que caer hasta el fondo mil veces y nunca recuperarse del todo de esas caídas. Fracasar tiene su ciencia, a menos que ya seas todo un fracasado profesional.
Fracasar en el amor no es necesariamente fracasar, sino abrirse a una sinceridad inaudita e insoportable. Yo, por ejemplo, fracasé una vez en el amor por decir siempre la verdad. La verdad, créanme, es mucho más peligrosa que la mentira. Digamos que las consecuencias de sincerarse con el otro pueden ser catastróficas.
Por eso la mentira no es tan mala como parece. La mentira es mala para el mal mentiroso, pero es buena para el que le gusta el autoengaño, y la mayor parte de las parejas son adictas al autoengaño. Viven felices engañadas aunque digan que, de ser engañadas, sufrirían.
¿Cuántas parejas se mienten por minuto? La estadística es grande, y aun así, esas parejas sobreviven a años y años llenos de fantasías generalmente no muy benignas. Por otro lado, fracasar en sociedad es relativamente sencillo cuando alguien se empeña en ser “uno mismo”.
Ser “uno mismo” es casi un delito, ya que los miembros de un grupo que, por lo general tiene un líder, suelen alinearse a los gustos y los caprichos de ese líder, y cuanto más se encumbre a ese líder, ese líder exigirá de sus lacayos una manera de ser y de comportarse similar a la propia. No hay líder que, con el paso del tiempo, no se convierta en un tirano.
Por eso para mí ha sido imposible no fracasar en sociedad, o en la llamada “buena sociedad”, pues la función de esa “buena sociedad” es aniquilar al individuo. La “buena sociedad” intenta por todos lo medios uniformar a sus miembros. Intenta uniformarlos no con el mejor de los gustos, sino más bien con el peor de los gustos posible; con la vara de la humillación por delante.
Así, los miembros obedientes de esa “buena sociedad” son ridiculizados constantemente por sus líderes, que suelen ser las personas más abyectas e impresentables, sin embargo, son las únicas que pueden librarse del uniforme que le proporcionan a los demás miembros del grupo. Un grupo de enajenados que se dejan mangonear por los de arriba, y que se dejan manipular como muñecos de plastilina.
Imagino a los tipos y a las tipas que ya han sido insertados en esa “buena sociedad”, como enfermitos de un hospital nauseabundo. Ahí van todos uniformados con esa clase de bata degenerada de hospital que le deja al paciente el culo al aire.
Ahí van todos, bailando valses anacrónicos, mostrando sus miserables traseros: única parte liberada (arbitrariamente) dentro del uniforme que la “buena sociedad” obliga llevar a sus miembros.
Una vez fui invitada por un miembro de esa “buena sociedad” a una comida con Fernanda Familiar. La persona que me invitó recibiría a la “Periodista de vida” (qué asqueroso mote) en las instalaciones de su empresa.
La recibiría muy de mañana para que ella, a su vez, pudiera desayunar en una mesa junto con “poblanos distinguidos”, para luego ocupar una de las oficinas como estudio.
Mi amigo me pidió muy encarecidamente que disfrutara del ágape sin abrir mucho la boca, es decir, sin hablar. Finalmente mi amigo me conoce y sabe que he fracasado muchas veces en sociedad porque simplemente no voy al son de los demás, es decir, con mi bata abierta en el culo, por supuesto.
Y acepté porque la verdad soy débil y quizás más abyecta que todos. Pero esa abyección y esa vileza tienen un origen mundano y muy elemental: me encanta comer bien.
Por una comida de primera soy capaz de enfrentarme a todos los miembros de la “buena sociedad”, cosa que a mi amigo le convenía, pues al darme de comer tenía la seguridad de que no abriría de más la boca, que ha sido siempre un vehículo exprés (e infalible) hacia mi fracaso social.
Total que llegó la señora Familiar, recién operada de una liposucción. La pobre mujer no se podía ni enderezar bien. La miré y pensé: mejor se hubiera sometido a una lobotomía. Claro que eso, lo de la lobotomía, sólo lo pensé.
No lo dije porque mi amigo tuvo la precaución de servirme un plato de fruta antes de que los comensales se sentaran. Fernanda se acomodó con dificultades y los meseros se acercaron a servir los deliciosos platillos poblanos que mi amigo había elegido como menú estrella.
Para no hacer el cuento muy largo, casi logro brillar en sociedad por primera vez. Y digo casi, pues durante todo el desayuno sólo me limité a escuchar las estulticias que decía Fernanda Familiar.
Estulticias tales como que era íntima amiga y muy “pikis mikis” de “El Gabo”. Gracias a Dios yo tenía una uva metida en el hocico y pude contener la carcajada y no decir lo que en mi cabeza rondaba. De no haber tenido la uva en la boca hubiera un añadido un irónico: “Claro, García Márquez ya tiene Alzheimer, por lo tanto no reconoce a la gente con la que siente. Si una vez Scherer fue a visitarlo y no supo quién era…”.
Afortunadamente, la providencial uva bailoteaba por mi paladar y me quedé callada. Mi amigo sudaba la gota fría pensando que en algún momento iba a terminar de comer y entonces no podría contener mi verborrea ni mi veneno, pero no fue así. Sin embargo, en aquella ocasión no fue mi boca la que me hizo fracasar en sociedad.
Fueron mis manos, que, por consejo de ese mismo amigo, acababan de estrenar una horrendas uñas plásticas, por lo tanto a la hora de querer manipular la última brocheta de frutas, las uvas salieron volando y una de ellas cayó dentro del café de Pedro Moreno, generando una risotada infame por parte de la esposa de mi amigo, lo que a su vez causó molestia entre los contertulios.
¿Era para tanto el incidente de la uva? No. No era para tanto. A mi gusto fue hasta cómico. Un instante que refrescó la mañana. Que le quitó lo almidonado.
Pero recordemos que la “buena sociedad” no perdona torpezas de esa naturaleza, por lo tanto fui despachada luego luego y jamás me volvieron a invitar a sus reuniones, a menos que fuera la celebración de la Santa Cruz, donde me movía como pez en el agua entre los albañiles. Los albañiles sí que saben lo que es fracasar en sociedad, y eso a mí me cautiva sobremanera. Fin de la anécdota.
Lo que me queda como conclusión es: según las normas de las buenas costumbres burguesas, un fracasado social es por añadidura un fracasado en el amor, en la vida, en todo.
Por lo tanto puedo decir, sin rubor, que ya va siendo hora que se me reconozca el talento para fracasar en esos rubros otorgándome el derecho a dar cátedra sobre estos penosos asuntos.
Repito: fracasar en el sociedad es fácil. Sólo hay que despojarse de la bata-uniforme que tiene la rajada en el culo. Fracasar en el amor es aún más fácil: sólo tienes que sincerarte y pronunciar cuatro palabras mágicas que devastan al ego ajeno: “ya-no-te-quiero”, y ¡Pum! Serás tildado no sólo de fracasado, sino de ojete.
Y para fracasar en la vida tienes que caerte mil veces y levantarte apoyado en esa fuerza irracional tan mal vista por los demás: la necesidad de ser tú mismo.
Con eso, querido lector, te aseguro que el fracaso será tan contundente que podrás consolarte con la idea de que has dejado de ser un fracasado ordinario, para engrosar la pírrica fila de los, así llamados, fracasados excelentes.
