Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

–¿Quién soy? –oigo la voz de ese que soy, decirse mientras cierra los ojos frente al espejo de la noche ruidosa y ebria del centro de Morelia. Se ve mirarse en el cielo oscuro de las horas altas y piensa en escapar de aquel laberinto, de esa red de palabras sueltas que en su corazón navegan y si no se escriben, terminan por ahogarse y quedar en el fondo de la sangre; coágulos, manchas negras, balsas perdidas, banderas muertas… Y no hay página cerca, ni pluma con qué anotar las palabras antes que se pierdan. Mira las calles que lo conocen, que saben en la luz quién es. Saben las calles que ese hombre que se mira y se ve mirarse, alumbra la marcha hacia el oriente de la ciudad para encontrar refugio y páginas donde vomitar.

Y él oye su voz decirse cuánto le cuestan hoy los recuerdos y se pregunta desde el fondo, quién es y yo lo escucho en aquella otra noche donde caminaba huyendo tal vez de sí mismo. En esa noche donde creyó morir, como mueren los héroes de la poesía, aunque logró salir de aquel estruendo, de aquel rayo en los ojos, de la explosión que tuvo lugar en todo él. Y recuerda ahora que mira hacia atrás del tiempo, cómo su llegada a la ciudad estuvo poblada por un miedo original y esa incertidumbre de no saber qué laberinto debía enfrentar y lograr sacar fuerzas para trazar el destino que lo traería hasta la escritura, a ese estadio en su vida en el que sigue atrapado como pez en pecera, mirando a través del vidrio del mundo.

Y recuerda ¿O recuerdo?:

Nunca he de olvidar aquel poema de Neruda: “Amo el amor de los marineros/que besan y se van./Dejan una promesa./No vuelven nunca más.” Imposible saber por qué anoté aquellas palabras y más adelante en la misma página de mi cuaderno: “Desde el fondo de ti,/y arrodillado, un niño triste,/como yo, nos mira.” Vivirían conmigo esos versos reproducidos en mi cuaderno y aquellos poemas que de verdad me estaban hechizando. Guardaba con mucho más que celo aquel ejemplar de “Crepusculario" –editorial Losada– que hallé en mi casa del pueblo como una especie de sortilegio, no sólo porque algo tenía de tesoro, sino por la manera cómo fue a dar ese ejemplar –vía mi padre– a mis manos en primero de secundaria. En un viaje de los que ordinariamente mi padre hacía a Morelia, mientras duraba el trayecto, mi padre leía alguna revista o el periódico, pero un día, no compró ni revista ni periódico y un hombre subió al camión a vender libros y mi padre compró uno. Cinco pesos por el Crepusculario de Neruda, Editorial Losada, como ya he dicho. ¿Quién era aquel hombre que vendía libros de poesía en un camión  que salía de “La metralla”, allí en Aldama, donde ahora está La Rojas frente a la vidriería “Gutierrez”? Extraño pero cierto y para mi fortuna, ese libro llegaría a las manos de aquel ávido e incipiente lector. Algo parecido a la escena en la vida de Emily Dickinson, cuando abandona el colegio, vuelve a su casa y pide permiso a su padre para escribir poesía, me sucedió. De una manera curiosa, yo había tomado aquel ejemplar de la casa tal vez en uno de los fines de semana que volvía al pueblo y cuando tuve que decirle a mi padre que yo lo tenía, mi padre me dijo que me lo regalaba. “Déjatelo”, fue la única palabra y aquello fue como el permiso que su padre le dio a Emily para que escribiera poesía. Mi padre había autorizado que aquel libro fuera mío y como un espejo que se regala, me viera en el azogue de los versos del poeta chileno. Me estaba concediendo licencia para leer y escribir poesía y de un modo secreto, así lo tomé.

Con aquella pequeña arma, pude descubrir en el infierno de la ciudad, las llamas de la poesía, supe buscar el llamamiento verdadero que la poesía, la soledad y el amor a la música del mundo hecha con las palabras. Me estaba haciendo un hombre solo que cantaba en secreto su amor y su tristeza por el mundo. Más tarde aquella savia que pronto recorrió mis sueños me poseería, como la pasión posee a un amante desquiciado por las palabras. Soñaba con ser no sabía qué, pero un hombre que pasara la vida pensando y tratando de conocer el mundo. Por eso mismo entendí el porqué, años después, bajo la tormenta del llanto, una noche escribiría una carta–reclamo, incitado por un poema de W. S Merwin, para decirle en esos versos a mi padre, que no, que no había logrado entender el mundo con las armas que él me dio, que aquel permiso suyo para vivir en la poesía, no había bastado para comprender el mundo en el que tantos tropiezos tuve.

Aquel libro que mi padre de alguna forma me había regalado, me acompañaba siempre y cada que iba a mi casa de San Juan, lo llevaba conmigo, como un acompañante esencial y lo leía en aquel paraíso que estaba perdiendo y que sin duda –aunque no recuerde qué, comencé a escribir como si aquella música nerudiana, me dictara el rumbo. Tal vez en aquella soledad de la ciudad, engendraba en mí esa necesidad del canto que es la escritura de la poesía y escribía cada que volvía a mi patio perdido, a los cielos aquellos que pensaba eran otros y no esos que en la ciudad no podía recuperar. Estaba perdiendo el cielo, aquel cielo azul de nubes grandes, lo estaba perdiendo, el cielo más hermoso de mi vida, lo estaba perdiendo.º

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