Por Mario Galeana
Si los mexicanos pudieran elegir un enemigo, seguramente serían los chinos. Christian López, comerciante, me dijo que quizá no sea culpa de ellos.
—¿Pero quién los manda estar haciendo banderas de México? Hacen y hacen, pero no se dan cuenta de que no tienen calidad: la tela se siente más delgada y se rompe bien rápido.
Antes de estirar las banderas que él vendía para probarme que eran resistentes, Christian estaba agachado junto a su esposa y sus dos hijos, recargados en una pared que era a la vez el único refugio de sombra bajo el sol plomizo del mediodía.
En el carrito que estacionaba en el cruce de la avenida 16 de Septiembre y Tlaxcala, al sur de la ciudad, también vendía silbatos, bigotes falsos, tambores, sombreros de mariachi. Y si la cosa pintaba bien el resto del día, a las nueve de la noche no quedaría nada de eso y él tendría, en cambio, dos mil pesos en la bolsa.
Christian se vino de Huajuapan de León, Oaxaca, hace ocho años, y desde entonces hacía eso: vender la patria. Por tamaño, por material, de a 100, de a 200. La patria no tiene precio único.
Aquel día era 15 de septiembre, día de la Independencia de México, pero cuando llegue el invierno las banderas del carrito serán cambiadas por gorros, guantes y bufandas.
—Y cuando no hay temporada de nada, me meto a trabajar en una fábrica de calcetines que está por ahí, en la colonia Bugambilias. Hoy nos dieron el día de descanso y aprovecho para trabajar. En las mañanas le doy a la fábrica y por las tardes vendo.
—Y en la fábrica, ¿cómo te va?
—Pues bien. Igual. No nos podemos quejar. Ora sí que cuando algo es honrado, el dinero sí rinde.
Christian usaba una playera amarilla imitación Lacoste, y posiblemente era de origen chino. No le dije que él mismo podría estar ayudando a los enemigos, pero le pedí, en cambio, una fotografía. Me dijo que sí, que claro, y uno de sus hijos que había estado en medio de nosotros toda la entrevista fue y posó a su lado.
Antes de despedirme, Christian se sinceró.
—Lo malo de las banderas es que ahorita todos quieren una, pero mañana en la mañana van a estar tiradas por toda la calle. Así somos los mexicanos.

***
Hacemos guerras y para cuando el recuerdo de ellas es ya muy viejo, lo que queda es darle nombre a las calles. La avenida 16 de Septiembre cruza el sur y se acaba en el Centro Histórico de Puebla, dirá cualquiera al que se increpe, pero ¡ay de quienes pregunten qué ocurrió hace más 200 años! Porque seguramente lo único que se encontrará es con el vago testimonio de que un cura se puso a repicar las campanas para asesinar gachupines.
Regularmente la avenida hubiera estado llena de carros y al atardecer las farolas se habrían encendido bajo el cielo violáceo, pero aquel día lo único que había por todos lados eran puestos.
Cada 15 de septiembre la avenida se llena de fritangas y hay niños muy pobres caminando con las artesanías que sus padres muy pobres venden en algún lugar del piso, y hay elotes asándose en cinco locales distintos, y si se mira bien notará que se venden incluso camas para perros, y hay hasta un vagón “Mr. Jackson” en el que un muchacho fríe hamburguesas con tocino, y mujeres jóvenes llenan pequeñas tortillas con salsa en varios puestos, y por donde quiera que se camine se escuchará el siseo del aceite hirviendo, y a los costados de la calle hay música de banda que machaca las bocinas, y por las ventanas de un estacionamiento ondean banderas mexicanas, y se ofertan gafas de sol y playeras, y antes de que se llegue a la esquina de la Catedral de Puebla se encontrará con Guadalupe Sánchez.
Guadalupe salió a las ocho de la mañana de San Juan Huactzinco, en Tlaxcala, y estaba sentada en su puesto sin mucho ánimo. Ella vendía pan de nata, y dijo que quedarse en su pueblo no hubiera sido nada listo, porque allá todos venden exactamente lo mismo.
—Pero salimos a vender porque hay que ganarse el pan de alguna manera —me cuenta, sin que note la paradoja de su oficio: vender pan para ganarse el pan.
—¿Y hay muchos puestos de Huactzinco hoy? —le pregunté, no sin antes pedirle que me deletreara el nombre del pueblo.
—Pues... creo que sí.
—¿No se conocen entre ustedes?
—Pues... algunos, sí.
—¿Y les va bien?
—Pues eso no se puede decir —contestó—. Puede uno creer que le irá bien hoy, pero mira: no he vendido nada y ya es la una de la tarde.
—Si vendieras todos los panes que traes hoy, ¿cuánto podrías ganar?
—Ah, eso sí no sé. Porque yo nomás estoy aquí. Todo eso lo lleva mi marido.
Y el desánimo era igual, siempre igual. De pronto voltee a un costado y vi a un tipo mirándome, de gafas, con una cangurera amarrada al cuerpo. Pensé que era el marido y que quizá por eso Guadalupe no quería contarme demasiado. Antes de irme, le pedí una fotografía.
—¿Estás seguro de que esto no va a salir en la tele?
***
Cuando me encontré a Carmen le pregunté si sabía el origen de las chalupas sólo por retarla, pero lo que me contó tenía tanto sentido que llegué a casa para buscar en Google si era cierto.
No, no lo era. Pero en aquel momento, cuando me contaba la historia mientras deshebraba la carne sobre la tortilla, me pareció lo más lógico.
—Según a mí me contaron que una vez hubo una guerra, no sé en qué año, pero el chiste es que la comida faltaba. Y por eso las mujeres de ese entonces lo que decidieron es hacer tortillas pequeñitas, con salsa, cebolla y poquita carne para que les alcanzara a todos.
Yo la escuchaba y la veía friendo las tortillas en el anafre, y pensaba que la multiplicación de los panes seguramente era un milagro que Dios le había robado a las mujeres.
—Además —me dijo Carmen, de pronto—, las chalupas y las tostadas y las pelonas son lo tradicional. Y también lo más barato. Nosotros ahorita estamos dando cinco chalupas por 15 pesos.
—Es el plus que tienen entre todos los puestos —le comenté.
—Ándele, sí —me dijo mientras se le iluminaba la cara.
Carmen estaba también entre el amasijo de puestos sobre la avenida 16 de Septiembre, pero regularmente trabaja en el Parque Juárez, junto a otros comerciantes que, como ella, se afiliaron a la organización de ambulantes Doroteo Arango, una de las más grandes en todo el estado.
Antes de hacer chalupas se dedicó a trabajar en empresas textileras, pero un día su padre le dijo que sería mejor que trabajara con él, en alguno de sus puestos, y desde entonces está frente al anafre.
—¿Pagaron algo para poder...
—Siempre tienes que pagar —me interrumpió, muy seria. Tenía el tono de voz que se usa cuando uno está a punto de decir una gran verdad—. En cualquier lugar en el que veas un puesto de comida o lo que sea, es porque se pagó. Si no, el Ayuntamiento no te deja trabajar. Ahorita estamos pagando más por la fiesta.
—¿Y cuánto pagó usted?
—No, yo no sabría decirte. Yo nada más vengo a trabajar, porque el titular es mi papá. Él es quien se encarga de eso. Sólo sé que está un poco caro, pero ni modo, tenemos que trabajar.
—Ah... ¿como 300 pesos?
—Más o menos. Un poquito más. Y por metro, acá te cobran por metro.
—¿Por metro?
—Sí. A veces preguntan que por qué es tan cara la comida, pero no se dan cuenta de todo lo que tenemos que pagar.
Entre las ocho y nueve de la noche, me dijo, las calles se llenarían de gente y sería, entonces, la mejor hora para todos los comerciantes. Pero el éxito dura sólo un día, porque el 16 de septiembre las concesiones del Ayuntamiento se acaban y la avenida vuelve a ser la misma, sin puestos. Carmen me contó que ella y su padre buscan fiestas en otras colonias de la ciudad para poder instalar su puesto de comida.
—¿Y van a hacer fiesta en su casa esta noche? —le pregunté.
—No, imagínate: vamos a llegar a las cuatro o cinco de la mañana, y sólo vamos a dormirnos unas cuantas horas, porque saliendo el sol ya tenemos que estar listos para irnos a vender a otro lado.



