La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Vestimos todo el tiempo de alguna u otra manera, según la ocasión, y la ocasión suele  marcar la ruta del vestido. La forma de vestirnos depende en cierto grado del estado anímico. También hay colores que se sincronizan más con determinado clima. No es muy común vestir de amarillo en invierno o de gris en pleno verano, ¿verdad?

¿Y la cara? ¿Cuál es la cara ideal para determinada circunstancia?

No sé muy bien de dónde proviene el uso de la máscara. Lo que sí sé es que en casi todas las civilizaciones antiguas se utilizaban para distintos fines, sobre todo ceremoniales.

He practicado danza guineana por más de diez años y en algunos ritmos es necesario portar una máscara. Hay un ritmo en especial que se llama Konkoba, que significa, faltaba menos, danza de máscaras. Konkoba es, según la tradición Sousou, una deidad demoníaca que aparece en los campos de cultivo. Sin embargo, a pesar de ser una presencia imponente y oscura, se le siguen dedicando danzas para que la cosecha no se malogre.

Ponerse una máscara es, en sentido figurado y literal, ocultar nuestro rostro detrás de un objeto ajeno a él. La máscara es una añadidura, una pieza accesoria de ornato. Y mi pregunta es: ¿por qué el uso de las máscaras ha sido acotado a ciertos festejos como el carnaval?

Conozco a muchas personas que juran nunca usar máscaras. Sin embargo, al verlas en acción en distintos escenarios sus personalidades son más cambiantes que la piel de un camaleón.

Más allá de la metáfora, deberíamos adoptar la costumbre de vestir nuestra cara de vez en cuando. Por ejemplo: yo siempre tengo dibujada en el rostro una sonrisita que a mucha gente le incomoda porque me hace parecer una cretina. He tratado de modificar la simetría de mi boca sin mucho éxito. A donde vaya, aunque esté triste, enojada, deprimida, aburrida o feliz, esa mueca lastimosa no me abandona. No importa la gravedad del evento; la citada sonrisa burlona me acompaña y sinceramente a veces me gustaría ocultarla.

Debería existir una tienda donde te confeccionen máscaras a la medida. No máscaras de fantasía, sino máscaras para la vida diaria.

Paseando por el centro de Puebla me topo con el clásico establecimiento de sombreros. Sombreros para señores. Los hay de todos materiales, colores y estilos. Así como también hay tiendas de pelucas. Pelucas de fantasía y pelucas carísimas de cabello natural para la gente calva o para los enfermos de cáncer que se quedan sin cabello o simplemente para las señoras a las que les gusta cambiar de look sin tener que intervenir bruscamente su cabeza. Entre esas pelucas están los así llamados chuchulucos o bisoñés o peluquines, tan socorridos por los abuelos o los sujetos que se niegan a mostrar los estragos de la testosterona en sus cráneos.

¿Por qué si vestimos nuestras piernas,  nuestros troncos, nuestras manos (con guantes) y hasta nuestras cabezas con pelucas, la industria cosmética y fashionista no ha introducido el uso de la máscara como parte accesoria del outfit cotidiano?

En personas como yo, que no podemos modificar la sonrisa burlona, sería muy oportuno tener a la mano una máscara para cada ocasión, ya que  el hecho de no poder cambiar el rictus nos acarrea problemas. Se me viene a la mente el funesto día que murió mi abuelo: una de las figuras más importantes en mi vida. Uno de mis más grandes amores. Ese día, el día de su muerte, por supuesto que me compungí y lloré, pero como su muerte se dio en condiciones perfectamente naturales y nada trágicas, a los pocos minutos yo ya traía pintada en el rostro esa sonrisilla de la que hablo, cosa que a mis familiares les molestó sobremanera. Me tildaron de insensible por andar en el velorio con la única jeta que tengo.

Para esa clase de eventos es necesaria una buena máscara. Una máscara discreta, claro. Una máscara que satisfaga no nuestras necesidades, sino las necedades de los demás, pues todo parece indicar que ser uno mismo es casi un pecado en ciertas circunstancias bochornosas…

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