La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
¿Qué dice ahí?, preguntábamos cada vez que un médico nos entregaba la receta. Es simplemente imposible de leer. ¿Cómo le hacen los farmacéuticos para descifrar que la Piridoxina es Piridoxina y no otra cosa que empiece con “P” y acabe con “A”, como “Parasuputaprima” o “Pinchetoxina”? Eso es lo que yo leo. Mi vista codifica siempre palabras que no son a la hora de leer las recetas, y me pregunto si los médicos escriben así por una suerte de misticismo o por amor al jeroglífico o simplemente porque alguien, un médico de tiempos remotos, escribía de la fregada y de ahí se instauró la tradición de que los médicos debían escribir en un código secreto para evitar que los pacientes se aficionaran a comprar sus drogas sin la dichosa receta. No lo sé. Me parece un tema de estudio digno del diván. Hoy casi todos los médicos imprimen sus recetas desde la computadora, entonces ya es muy fácil saber qué es lo que nos recetaron. Los asiduos a los médicos, es decir, los hipocondriacos, no tenemos que rompernos la cabeza en adivinar lo que dice ahí, en la receta, entre el escudito de la serpiente enroscada en la cruz y la pomposa firma del doctorcito. Pero antes no. Antes era hasta complicado aprendernos la fórmula química de los medicamentos. No sólo eso: también resultaba misterioso traducir para qué servía cada tratamiento y cada cuánto tiempo debía ser administrado. Una vez mi mamá me dio de su Prozac directo de su pastillero, y como la casilla de ese medicamento había sido alterada, decía “P.D” y creyó que era “para los dientes” y no “para dementes”, como la había bautizado. Total que anduve bien grogui por un buen rato, y de paso, se me quitó el dolor de muelas. Cosas de la casualidad. Eso no sucede ahora. Los médicos dejaron de ser románticos y pendencieros, y no usan la pluma más que para firmar. Una lata eso de la caligrafía, pienso. Y pienso también en la llamada “letra de doctor”. ¿Qué es eso? Garabatos ininteligibles, supongo. Así me decían mis profesores cuando entregaba ciertos trabajos que hacía a las carreras una hora antes de clase. “Tienes letra de doctor”, decían, y era como afirmar que tienes una caligrafía de la chingada, para ser francos. Eso me pasaba mucho, hasta que me obsesioné por darle orden a mis cuadernos. Miento. Mi letra cambió cuando me enamoré y comencé a escribir cartas, que era lo que hacía en vez de tomar el dictado de la maestra de historia, una vieja con barbas francamente vil y repugnante. Hacía cartas decoradas y obligué a mi madre para que me comprara plumines de colores, y ahora recuerdo bien el berrinche que tuve que escenificar para obtener una pluma fuente. ¡Mi primera pluma fuente! Una pluma fuente modesta, debo decirlo. Era una pluma fuente Parker, plateada, pesada, lisa. Sin embargo lo que más me gustaba era rellenarle el cartucho. Amaba el frasquito de tinta que una vez le robé a mi tío Cristóbal. Mi tío Cristóbal tenía una colección de plumas, casi todas Montblanc, como marca Montblanc fue el frasquito de tinta que le robé. Y se lo robé no porque me interesara la tina, más bien me gustó el frasquito en forma de estrella. Fantaseaba con tirarle la tinta y llenar el frasquito con agua y meterle una margarita o alguna ridiculez por el estilo. El caso es que madre me compró esa pluma Parker y mis plumines de colores para que yo escribiera cartas. Cartitas profundamente insulsas, escritas con una ortografía lamentable. Como escriben las chicas de 12 años, pues. Puras bobadas consteladas con mil corazones y enmarcadas con un cintillo de “te amos” multicolores. Sin embargo, aunque me pasé ocupando la clase de historia para escribirle cartas a mis novios, mi letra sólo pasó a ser de letra médica a letra bola. La letra bola es más vomitiva que la letra médica. La letra médica puede ser hasta interesante, por misteriosa. Pero la letra bola es simplemente infantil y repelente. Casi todas las niñas de mi generación tenían la letra bola y presumían de su letra bola como si tener la letra bola fuera muy cool. ¡Cool! Esa palabra era la graduación con honores de la legión de chicas de la letra bola, pues llevaba dos bolas juntas, es decir, dos letras “o” pegadas. Escribir: “eres lo más cool” era lo más “cool”, y no sólo se escribía “cool” sino que se oía y te hacía ver muy “cool”. Así que en la logia de enamoradas a la que pertenecía, hubo siempre una rigurosa competencia por escribir lo más redondo y lo más pegado posible, hasta que descubrimos a una chica muy aplicada cuya madre era más vieja que todas las madres de mis amigas. Esa madre escribía en letra Palmer y le ensenó a su hija la letra Palmer. Era verdaderamente chocante ver cómo nuestra compañera podía escribir de esa manera. La manera “antigua”, como decíamos. Esa manera antigua de escribir fue todo un reto para nosotras, las del club de la letra bola. La chica de la letra Palmer no sólo tenía los cuadernos más pulcros y bonitos del salón, sino que pronto se volvió la alumna más rica del salón gracias a su letra. Poco a poco las participantes del club de la letra bola quisieron imitar esa moda, que era más bien una moda retro. Todas intentamos escribir como la señorita Palmer, pero no sabíamos cómo hacerle. A pesar de que nuestra técnica bola nos obligaba a muñequear y arrastrar la mano y no separar las letras, nunca conseguimos sacarle una floritura a las bolas. Aquello requería no sólo voluntad, sino talento, técnica y práctica, cosa que las demás niñas no teníamos por una razón: nuestras madres tampoco sabían escribir en Palmer y en la escuela ya no había una clase donde te enseñaran a escribir así. Una pena, sin duda, para nosotras, pero una fortuna para la niña de la letra Palmer quien, al ver nuestro fracaso caligráfico, comenzó a hacer negocio con su “talento retro”. Así llamábamos a su manera Palmer-pedante de escribir y ver la vida. “Talento retro”, decíamos mientras tomábamos apuntes con la choteada letra bola que nos uniformaba. Digo que nos uniformaba porque nuestras cartas eran idénticas. Las cartas que Paola, Karla, Sofi y Alejandra enviaban a Pedro, Paco , Arturo y Juan, decían las mismas estupideces y tenían los mismos decorados cursis y estaban escritas, literalmente, con las bolas. Unas letras redondeadas e ilegibles que formaban frases estúpidas y huecas. En cambio la niña de la letra Palmer era única. Su letra era única y ella era única porque a diferencia de las demás, no escribía con puras bolas. Tampoco escribía mil veces la palabra “cool”. De hecho ella nunca metía anglicismos en sus cartas. Era muy correcta y ordenada. Luego, además de ser correcta, ordenada y limpia, se volvió la rica del grupo porque un buen día todas las niñas de la letra bola nos cansamos de las bolas y decidimos que era mejor mandarle a hacer las cartas a la niña de la letra Palmer, y fue todo un éxito. Un éxito económico para ella, sin duda, pero no un éxito académico… Al poco tiempo de emprender su negocio de hacer cartas, tenía tanto trabajo con el “Estilo Retro” que sus calificaciones bajaron estrepitosamente. Sus cartas tenían tanta demanda que se vio en la necesidad de ocupar la clase de historia y otras clases patéticas más para ejercer libremente su oficio de escribana, que era al mismo tiempo (y sin saberlo) el perfecto oficio de Celestina. Ella comenzó a despreocuparse por las clases, y como era de esperarse, ya que fue la más rica y poderosa del salón, se rebeló y nos quitó a nuestros novios. Era dueña de las palabras y de las letras más bonitas de la escuela, lo que devino traición de su parte porque un buen día develó el secreto: les dijo a nuestros respectivos enamorados que esas cartas que recibían eran de ella y no de nosotras, es decir, de las niñas con la letra de bola, ¡y no sólo eso!, la traición fue más allá cuando nos exhibió como unas taradas sin ideas, ya que de ella –y no de nosotras– eran las ideas y las declaraciones y los horribles poemas ahí escritos. Como quien dice, empoderamos a la enemiga y la enemiga nos pisoteó desde su posición de rica y cultivada, hasta que su maldita ambición y su irreversible vanidad la hicieron flojear con ganas y reprobó casi todas las materias por no entregar a tiempo los trabajos. Ese fue un castigo sin venganza de nuestra parte, pensaba entonces. Y las demás lo pensaron también en el momento dorado en que la vimos abandonar la escuela por vaga, codiciosa y lujuriosa, esa es la verdad. Lo malo fue que al año siguiente tuvimos que reanudar la práctica de las cartas con letra bola. Algunas, como yo, desertamos de la bolas y volvimos a la letra médica, o sea, al jeroglífico infame, pero para ese momento ya contábamos con un recurso más rápido y efectivo que la escritura para enamorar a los niños, pues durante las vacaciones nos salieron pechos, se nos redondearon las caderas, ¡y algo más maravilloso que eso!: apareció el Office, y Word suplantó el trabajo de la traicionera niña de la letra Palmer. ¡Alabado sea Bill Gates!
