Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
La primera escena. Una iglesia de noche y los fieles –la mayoría mujeres–, se despiden del sacerdote que está en la puerta principal. Una mujer joven camina por la calle y la cámara toma a un hombre que la vigila, es el doctor Malthus que la persigue hasta secuestrarla para el experimento que haría en un laboratorio más rudimentario que los que más tarde vería en las películas de El Santo.
Desde el principio había mucho silencio y algunos gemidos de horror entre los niños, cuando el malvado doctor Malthus, le ponía un pañuelo con cloroformo y se llevaba a la mujer para sus experimentos a un laboratorio con foquitos y mangueras. Los espectadores en el cine de Albino seguían callados y algunos –los de hasta adelante–, platicaban en voz baja. Y no fue sino hasta que el doctor hace la transfusión de sangre con una manguera, del cuerpo de la joven, para que el malvado doctor, siguiera viviendo. Pero en ese momento llega la policía para detenerlo y llevarlo a la horca. Y así sucede, la justicia obra en favor del bien. La historia de la cinta avanza el tiempo hasta 1962 y la historia de un descendiente de aquel Malthus, continúa.
Ahora es un joven médico que regresa de Europa (Fernando Casanova) y está listo para casarse con Rosa, su novia (Sonia Furió) que lo ha esperado. Pero pasan los días y el joven médico, descubre los experimentos de su pariente antecesor y se obsesiona con la idea que el bisabuelo tenía para no morir nunca.
Cuando lee el método, decide desenterrar a su loco pariente y su terrorífica visita al panteón, mantenía a los niños en aquel cine matutino, espectantes y esperando lo peor. Truenos y relámpagos. Y la tensión de aquel hombre desenterrando el cadáver de su bisabuelo, aumentaba entre el público asustado, bajo los efectos de la insistente música que nos aterrorizaba. Pero cuando el joven Malthus abre la tumba y la cubierta del ataúd se levanta de golpe y cubre la pantalla sorpresivamente, como si se hubiera abierto automáticamente, hubo un grito de horror de todos mis compañeros y el llanto de algunos. La siguiente escena, fue aquel hombre llevándose el cadáver de su antecesor cargando hasta el coche. Allí el llanto de muchos sobresalió, pero la película seguía, y no fue sino hasta que –ya en el laboratorio– coloca el cuerpo de su bisabuelo y lo destapa, que el llanto de muchos más en el cine, predominó al grado que tuvieron que detener la película y encender la luz para dejar salir a una buena parte de lo chillones que no pudimos controlarnos ante la pavorosa aparición del horrible rostro del doctor Balthus, desenterrado cien años después por su bisnieto.
Hasta ahí recuerdo la película que no volví a ver hasta ahora, que los recuerdos me han hecho su presa. La hemos visto con Rosalía riéndonos de las pésimas actuaciones y de la insistente música y los lances del director de poner relámpagos de una tormenta que nunca se ve convertida en lluvia. Pero he llamado a Mateo (que tiene seis años) a ver la película “de miedo” que estamos viendo y justo cuando está la escena del rostro del cadáver del doctor Malthus, Mateo corre y no quiere verla y se va a los brazos de su papá por la protección que necesita. Claro que no se espantó como yo en aquella función de 1965, donde fui uno de los que tuve que salir del cine con otros más, desmorecidos y con ganas de correr a que alguien nos protegiera. Salimos a la infame luz de las once de la mañana a la plaza del pueblo. La maestra Herlinda llevó a aquel grupito de chillones a sentarnos a las bancas de la plaza; luego nos dijo que no nos moviéramos de allí. Claro que nadie se iba a alejar del grupo, no fuera que el doctor Malthus se hubiera salido de la pantalla y nos hallara en plena plaza del pueblo para darnos otro susto del que aún quedaban sollozos.
Mientras volvía la maestra Herlinda, entre los niños allí reunidos por el miedo, había esa solidaridad que sólo da el llanto. La maestra volvió con una paleta para cada uno de los chillones allí reunidos. Me sentí premiado. Con el sabor de la paleta (a mí me tocó de limón), comenzaba el alivio entre los últimos sollozos. Cuando nos acabamos la paleta, la maestra, para completar el milagro, nos dijo que ya nos podíamos ir a nuestra casa, y yo como Mateo, corrí a donde estaba mi papá (su negocio estaba en la plaza) a refugiarme en su augusta cercanía. Me preguntó si la película había durado tan poco y yo le respondí que sí. No quise decir nada más, sólo me quedé allí, con una poca de vergüenza y comencé a ver revistas de las que mi padre vendía y alquilaba, porque por ningún motivo me iba a ir a mi casa solo. Estaba seguro que en la subida de la casa de Lole, y un poco más allá antes de la casa de Salvadora, seguro que me encontraría al doctor Malthus.
Todo se vino abajo, cuando vi venir a la maestra Herlinda, derecho a saludar a mi papá.
–Buenos días don Leopoldo –dijo la maestra–, qué le cuenta el chillón que no acabó de ver la película.
Se reía la muy cínica. Yo quería que me tragara la tierra y que aquella infame mujer –que antes me dio una paleta y ahora me estaba delatando– se desapareciera.
Cuando por fin se fue la maestra, con el rumbo del cine, pues tenía que cuidar a los que se quedaron adentro viendo la horrorosa película, mi padre me preguntó si había llorado y yo sólo le dije que sí, pero muchos lloraron porque salía un muerto.
–¿Un muerto? –me preguntó mi padre
–Si, un muerto.
–Uy, entonces sí había motivos para llorar –remató cordialmente.
Yo me sentí justificado y como explosión de pólvora, en ese momento, se acabó el miedo.º
