La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

Una nueva “regla de tres” en estos tiempos es: eres hombre, tienes cierto poder = eres acosador. No hay más. ¡Y vaya que lo vemos cotidianamente! Siempre lo hemos visto y en muchos casos es cierto. Desde que el hombre es hombre, desde que evolucionó del mono, desde que el pulgar se volvió prensil, el hombre ha abusado de su poder y una de las prácticas más habituales de un hombre con poder es acosar a los que están abajo de él: sean otros hombres o mujeres de menor o igual edad. Nada nuevo bajo el sol. O sí: lo nuevo es que ahora el abusador es exhibido sin tener que pasar por un juicio justo que lo reafirme como escoria social. El espíritu de nuestro tiempo es la denuncia. Hoy se puede denunciar cualquier arbitrariedad y el criminal o el infractor, o el supuesto infractor o criminal, puede ser lapidado en tiempo real sin el previo escrutinio de una ley legendariamente ciega. Sin embargo, sin esa ley legendariamente ciega, la denuncia se convierte en algo igual de arbitrario que el propio abuso o supuesto abuso. “Acoso”; la palabra está de moda aun cuando el acoso ha estado siempre de moda entre el individuo que tiene un poco más de poder, sobre otro que no lo tiene. El mundo hilvana historias de acoso a todos niveles desde que es mundo. Desde que el hombre se ganó el lugar de hombre por saber controlar sus instintos y por tener, al mismo tiempo, las bondades del albedrío. El animal también acosa, pero desde la inocencia. No vayamos lejos: observemos a una pareja de perros. Cuando la perra está en celo, el perro macho no se le quita de encima. No la deja respirar. Se le trepa, se le monta, la olisquea aunque haya otro animal o alguna persona presente, por ejemplo, el amo. El perro acosa enfermizamente a la perra, que ni quiere aparearse, ni quiere saber nada del mentado perro, sin embargo, el macho ahí está: es persistente, le huele la vulva a la perra, la lame concienzudamente, apasionadamente como si fuera humano. La perra huye en determinado momento. Se esconde bajo la cama. Deja de comer, y puede que hasta lo muerda porque simplemente ya la tiene harta. Ya la tiene hasta la madre, en lenguaje humano y llano. El perro no se rinde y abusa de su condición de macho, de ser más fuerte y grande que le hembra. Insiste. Vuelve a lengüetear el periné de la perra, se le monta, la penetra, ¡y ya está! Puede ser que en ese encuentro se haya dado el milagro de la vida aun sin el consentimiento de la perra. Yo nunca he visto a una perra que pida ser penetrada. Su olor es la única pista (involuntaria) para el cortejo. Los perros acosan a las perras. Las perras callejeras pequeñas tienen que padecer que un perro gigante (callejero o fifí) se las coja, que las acose como perro. Por eso a los hombres que están detrás de una mujer y no la dejan ni a sol ni a sombra se les dice “perros”. Ser un perro es ser un acosador. O no. A muchas mujeres les gusta que los hombres sean perros. A mí me gusta. Les gusta el acoso cuando el hombre les gusta. Si no les gusta es acoso real, lo demás, lo otro, es mero perreo. Un hombre perrea a una mujer y si esa mujer sigue el juego, el hombre sigue de perro hasta donde ella lo permita. Eso es ser perro, no acosador. Un acosador es un tipo que transgrede los límites del otro o la otra. Un acosador es alguien que no queremos que nos toque ni nos hable ni nos visite. Uno sabe de inmediato si el hombre que nos quiere cazar tiene chance o no. Y si no le damos chance, si no le abrimos la puerta y aun así sigue insistiendo con insinuaciones que van rebasando lo grotesco, es un verdadero acosador, y ya no un perro. Sin embargo, las mujeres (y los hombres a los que les gustan otros hombres) vivimos ya con paranoia. Hemos visto a las mejores mentes de nuestra generación abusando de su poder, de su potencia sexual, de su maldad. Pero no todos los perros son acosadores. Podemos no darnos cuenta de que hemos entrado voluntariamente al juego, y luego arrepentirnos, y es válido. “No es no”. Es el mantra de este nuevo siglo. “No es no” aunque yo ya tenga los calzones abajo y esté con el perro en el motel. “No es no”. Sí, “no es no”. Pero no medimos hasta dónde dejamos llegar al otro. Quizás yo, como la acusadora de Dustin Hoffman, juego con algún viejo lobo de mar. Con un artista que me gusta, que me puede dar algo, algo de algo, un poco de glamur. Juego y dejo que el viejo (que luego será un cerdo) avance. Y escribo en mi diario que el viejo me gusta, que sus coqueteos me calientan, que me siento sexy e importante porque un tipo de sus tamaños ande como un perro tras de mí. Él me acosa. Tengo 17 años y ya sé lo que mi cuerpo provoca, y lo aprovecho. No lo detengo porque me gusta, porque me hace sentir deseada, grande, importante. Le doy permiso de hablarme sucio, él me da estatus y yo lo sé. Escribo en mi diario que el tipo es un atascado, pero no lo freno. Es Dustin Hoffman a los cuarenta años y yo quiero ser escritora y le gusto. Le permito el cotilleo. Le permito que lo haga frente a los demás porque en ese momento me convierto en el objeto del deseo no sólo de él, de mi acosador, sino también de sus amigos. Las otras chavas me envidian. Estamos en Hollywood y llegamos a Hollywood sabiendo de antemano que Hollywood es una mierda; un nido de depravados, de egos robustos, de viejos poderosos que se cobran el favor con la dulce textura de la “pielecita”. Sin embargo, aun sabiendo de antemano que en Hollywood se paga por adelantado con la “virtud”, años más tarde, cuando mi pielecita sea una pasa o mi carrera haya pasado de noche, diré que me acabo de dar cuenta que Hollywood es un infierno y que ahí habitan los demonios más grandes del mundo. Diré que me quemé… ¿sin acercarme al fuego? El señor “X” o el seño Hoffman hoy es un viejo. Un viejo que hasta ayer era respetado. ¿Y cómo pueden respetarlo si me acosó?, se pregunta la escritora que a los 17 jugaba con la testosterona del viril carnero. Con la potencia de “El Graduado”. Me acosó y hoy me doy cuenta que me acosó. Antes no. O callé por miedo al ridículo o las represalias. Finalmente esto es Hollywood, pensaba entonces, y lo que pasa en Hollywood se queda en Hollywood. Pero hoy las mujeres tenemos un foro para hablar de esos asuntos. Lo hacemos y las demás nos apoyan. Todos nos apoyan porque las cifras de muertas es escandalosa y los casos de abuso son escandalosos y reprobables. ¿Fui acosada? Hoy, veinte años después de los hechos, es el momento de gritarlo, o mejor aún: ¡de tuitearlo! No iré a los tribunales como debe ser, porque los tribunales, ya se sabe, se venden. ¡No! Con arrobar al actor, la noticia se hará viral y todos lo condenaran de inmediato sin hace objeciones. Es el tiempo del empoderamiento femenino, ¡mueran, pendejos! Que caiga quien tenga que caer y el cadalso es un espacio virtual. Las puertas del cielo no las custodia más el tal Pedro, sino un pajarito azul que, con un click, vuela. Denuncio a mi acosador, al actor encumbrado que debe caer porque fue un pervertido… aunque yo le haya entrado al juego perverso. ¿Y qué hará el viejo, el ex graduado? Salir a disculparse, porque negarlo suscitaría una reacción en cadena imparable. Es tiempo de justicia. Hoy más que nunca está en boga y es aplaudido hacer justicia por tu propia mano porque en las leyes nadie confía. Porque el juez se vende al que suelte más dinero. Las redes, en cambio, están llenas de “justos”. Todos son justos y puros y jueces morales. Acá, como en “Wonderland”, hay una reina que es mujer, que alza la mano creando un coro monumental que grita al unísono: “que le corten la cabeza”, y le cortan la cabeza al acusado sin darle oportunidad de defenderse. Son tiempos violentos. Han vuelto los Bárbaros. Nunca se han ido realmente. Eso lo sabe el señor Spacey, que hoy ha sido expulsado del paraíso. ¿Un muchachito? ¿En serio, Mr. Underwood? ¿Cuántos años después el muchacho denunció tu infamia? ¿De qué tamaño fue tu infamia, admirado Kev? ¡Catorce años, Kevin! ¡No la jodas! Pero entonces, ¿cómo descubre un joven gay que es gay en esa sociedad tan ladina? ¿Cómo descubre su sensualidad un chico gay? ¿Con otro chico gay o con un hombre maduro que no quiere ser gay pero que sabe que es gay? Recuerdo las memorias de Novo: descubrió que era gay dejándose palpar por un adulto coqueteándole a un adulto… Complicado, señor Spacey. ¿Por qué llora y sale a cuadro a ofrecer disculpas? No ha aprendido que la verdad se perdona menos que la mentira. ¿Se asustó, señor Spacey? ¿Vio caer su torre de naipes después de un tuitazo? Déjeme decirle que se hundió con sus justificaciones. Los no gays, los bugas, no conciben que un muchacho que no sabe que es gay descubra que es gay con ayuda de un cuarentón que apenas está asumiendo que es gay. ¡Y aparte es Hollywood! Y su amigo el director está en la pica. Cientos de actrices impolutas lo pusieron en jaque, entonces su víctima, el muchacho de 14, se envalentonó. Se llama ley de la atracción. Se llama resaca. Se llama onda expansiva. Usted está acabado, señor Spacey. No por sus acciones, porque finalmente la gente olvida. Está acabado por sus justificaciones. El timming fue malo. La época es mala. Las mujeres están hartas y también los oportunistas lo están. Vivimos una nueva inquisición. ¿No se ha dado cuenta? Vamos con todo ¡a por los machos! Por los Bad Hombres. Usted es hoy un Bad Hombre y no hay nada más qué hacer. La opinión pública es el nuevo Saturno devorando a sus hijos. Es el monstruo de engendrado por la razón (pura)… mezcla de Kant con Goya versión 2.0. ¡Delirante! Hoy todos los hombres son presuntos Bad Hombres hasta que se demuestre lo contrario, sin embargo es difícil de demostrar lo contrario. Hace unos años viví muy de cerca un caso tristísimo: fulanita iba a terapia porque se sentía vacía. Fulanita se enamoró del terapeuta. El terapeuta, que es un Bad Hombre disfrazado, pero licenciado para abusar, se enamoró de ella también. Se acostaron varias veces. Ella estaba casada y tenía hijos. Su marido provenía de una buena familia. Su marido era un buen marido, el mejor. Un buen padre. Ella tenía un hermano. Un buen hermano, el mejor. Su confidente, su mejor apoyo, su aliado en la infancia. Un día después del coito, el terapeuta le dijo a su amada-paciente que quería realizarle un ejercicio de hipnosis. Ella no recuerda lo que dijo. Ella sólo sabía que llegó al diván porque se sentía vacía a pesar del buen esposo y el buen hermano y los buenos hijos. El terapeuta ya sabía todo eso. El terapeuta, después de examinarla, le dijo: “tu hermano te manoseaba a los quince años. Es la raíz de tu patología, de tu vacío, de tu insaciabilidad”. La mujer salió desconcertada. Todavía con semen del terapeuta en las bragas, pero desconcertada. Llegó a su casa a mirar el álbum familiar: se detuvo a contemplar todas las fotos que tenía junto a su hermano, el mejor. No podía creer que ese hermano, el mejor, haya sido un acosador en su infancia. Él tenía 18, ella 15. Esa noche se fue a la cama pensando, tratando de recordar esos tocamientos pecaminosos. No podía recrear las imágenes. Amaba a su hermano. Lo amaba más que a nadie. ¿Por eso lo amaba?, se preguntó en la madrugada. ¡Claro! Le envió un mensaje a su terapeuta-amante contándole su reflexión. El terapeuta contestó: “Eso. Lo tuyo con tu hermano es Síndrome de Estocolmo”. Ella no sabía qué era eso. Lo googleó. Supo que estaba enamorada de su acosador, de su secuestrador, es decir, de su hermano el bueno, el mejor. Antes de amanecer, su marido se despertó y la increpó. Ella no podía contarle nada aún. Le inventó algo. Él se quedó tranquilo y le hizo el amor. Ella todavía traía el semen del terapeuta en las bragas y en el alma. El semen y el veneno. Los días pasaron y se fue convenciendo que todo era cierto. Su hermano era una escoria, un Bad Hombre, un cerdo, y no el hermano estupendo. Nunca recordó ninguna escena de abuso, ni siquiera de acoso. Sólo recordaba el amor de hermanos. De buenos hermanos. Eso, dijo para sí, es la clave. Tengo Estocolmo. Pocos meses después confesó todo. Abrió fuego en la mesa familiar, con su madre y su hermano y su esposo y la cuñada presentes. El hermano se quedó frío. No recordaba haber sido un abusador, sólo un buen hermano. Un hermano estupendo. Sin embargo, la familia le creyó a ella, o mejor dicho, le creyó a la hipótesis infundada de un terapeuta- amante-oaculto. El hermano perdió a su familia. Los hijos lo odiaron, la mujer lo dejó en la calle, la madre lo desconoció. Ella sentía culpa, pero era más fuerte la fe ciega que le tenía al amante pues, finalmente, era un profesional (que le quitó el vacío llenándole la cabeza de basura y las bragas de semen). ¿Qué fue del hermano? Sus amigos a veces lo ven en los bares y sigue insistiendo que él amaba a su hermana. La amaba como hermana, no como aman los Bad Hombres.

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