La Loca de la Familia

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia 

Como mi madre vivió entre varones toda su infancia, aprendió pronto a defenderse a golpes. Cada vez que se siente amenazada, reacciona como reaccionarían sus hermanos: se le va a golpes a quien la amenace. A quien la amenace a ella o a sus hijos. Mamá no se queda pasmada frente a los abusos o la arbitrariedades. A mamá, de hecho, le gusta golpear a la gente. Mi madre una vez golpeó a un tipo que pasó en su bicicleta y le metió la mano bajo la falda. Yo tenía seis años e íbamos caminando juntas hacia la tienda para comprar cigarros, cuando este tipo salió de la nada, montado en su bicicleta, y extendió la mano derecha para aprovechar la velocidad y meterle la mano en las nalgas a mamá. Yo me puse a llorar. Nunca nadie se puede sentir bien cuando a su madre le han metido la mano bajo la falda. Pero ella, mamá, no lloró ni se quedó paralizada. Al contrario, se repuso de inmediato del bochorno y recogió una piedra el piso. Tomó vuelo y lanzó la piedra. La piedra le dio en la cabeza al ciclista y lo tumbó. Mamá me dejó ahí parada y corrió hacia el ciclista. Corrió lo más fuerte que pudo para alcanzar al hombre que le había metido la mano bajo la falda. Cuando llegó hasta él, primero lo pateó en las costillas tres veces. Luego lo obligó a ponerse en pie y le propinó dos puñetazos en la cara. Cuando conseguí  llegar hasta la escena de los golpes, el hombre, asustado, ya se había subido a su bicicleta y se había ido con la cabeza descalabrada. Esa no fue la única vez que vi a mi mamá arreglando su mundo a golpes. También una vez se le fue encima a una prima que se quiso pasar de lista conmigo. La única ocasión que supe que mamá no se defendió como bato, fue cuando un malandro se le acercó para asaltarla. Ella estaba dentro del carro de mi padre, esperando que él saliera de hacer un cobro, cuando un sujeto la abordó. Mamá tenía la ventana del carro abierta porque, como siempre, estaba fumando. El hombre, de pronto, le puso una navaja en el cuello a mamá y le dijo que le entregara todas las cosas de valor que llevaba puestas o que llevara en la bolsa. Mamá tiene reacciones rápidas y es muy diestra con la diestra, pero tonta no es, y con un arma en el cuello hubiera sido de tontos desobedecer e intentar librarse del asalto con un golpe, así que mamá le entregó la bolsa al maleante. En la bolsa llevaba 50 mil pesos que mi padre acababa de cobrar con un cliente anterior. Entregó la bolsa sin hacer aspavientos y el ratero se fue corriendo no sin decirle una serie de improperios previos. A los delincuentes les gusta decir improperios y amenazar a las víctimas con algo referente a su sexo para atemorizarlas y paralizarlas. Esa vez mi mamá sí se paralizó. ¡Y cómo no! Si la lujuria de un malandro es también un arma caliente… Mamá sí ha sido víctima de alguna especie de acoso masculino. Un acoso exprés y torpe, pero acoso al fin. Yo, en cambio, he corrido con mejor suerte. A mí nunca. A mí nunca me ha acosado un hombre. Jamás me he sentido amenazada por una criatura del sexo opuesto. O bueno, tal vez sí me acosó un tío en la infancia, pero, pensándolo bien, eso no fue acoso: fue un incidente que hoy me parece más patético que peligroso. El tío, un vejete alcohólico, llevó mi mano de diez años a su verga de sesenta años. La llevó cuando subíamos una escalera que conducía a la azotea. Íbamos a ver el eclipse de sol del 91. Yo no iba sola con él. Iban también otros primos, sin embargo, me tocó la mala suerte de que el viejo fuera junto a mí. El viejo era eso: un viejo patético y borracho que, de haberse querido pasar verdaderamente de lanza, bien lo hubiera podido tumbar de una patada. Algo aprendí de mi madre y lo aprendí bien. Soy buena para el golpe, aunque a mí no me guste golpear a la gente. En el momento en que vi mi mano de diez años puesta en el pene flácido del viejo de sesenta, la retiré de inmediato y trepé más rápido por la escalera. Luego vi al viejo quedarse dormido en una banca de su azotea. ¿Me dio asco? Claro que me dio asco. ¿Me dio miedo? No me dio miedo. Tampoco les conté a mis padres lo sucedido porque de hacerlo se hubiera hecho un chisme gigantesco. Sólo analicé la situación desde mi mente de diez años: ¿El tío quería violarme? No creo. No creo que para ese momento de su vida y de su borrachera, tuviera ya las fuerzas para hacerlo. El viejo era un briago que perdía en la borrachera. Sin embargo, pude haberme traumado y nunca más volverle a dirigir la palabra. No lo hice. Era un tío cercano y mejor opté por observar desde ese instante su peligrosidad. Siempre fui una niña observadora. Una niña curiosa y también pragmática… los años pasaron y aquel viejo se volvió aún más viejo y el día de mi boda hasta bailé con él un vals. Sus manos de viejo rodeaban mi cintura de novia y no vi en su mirada la mirada del malicioso. Del enfermo. Del degenerado. Jamás supe que acosara a otras primas. Jamás volvió a llevar mi mano a su bragueta. Tiempo después, cuando este personaje había muerto, le conté el episodio del eclipse a mi papá. El hombre palideció y casi le da un infarto. ¿Por qué no me dijiste en el momento?, preguntó. ¿Para qué?, dije, de haberlo hecho se hubiera armado un lío atroz. ¿Valía la pena?, dije. Me sentí avergonzada en el momento, pero después, al ver al viejo colapsado en su banca, me dio lástima. El hombre buscaba, desde su embriaguez, reafirmar su hombría, le dije a papá, pero era un pobre hombre decrepito, no un abusador profesional. Claro que esto lo razoné con dichas palabras ya en la adultez. De niña sólo pensé que el tío era un viejo cochino, un viejo borracho, un viejo que pronto moriría y no a causa de un enfrentamiento con alguna “víctima de sus calenturas”. ¿Cuáles calenturas? El señor daba más risa que miedo. Así que a mí nunca. Pienso, busco y rebusco en mi memoria, y no. A mí los hombres no me han acosado a pesar de usar putifaldas o mini vestidos. Nadie me ha enviado por internet fotos de sus partes íntimas para amedrentarme. Nadie me ha perseguido en la oscuridad ¡y vaya que he transitado y he sido constante en la oscuridad! En mis trabajos, los hombres han sido respetuosos. Han llegado hasta donde yo he querido. Han jugado el juego que yo les he permitido jugar. Más bien, ahora que recuerdo, yo acosé en la preparatoria a un chavo que iba un año más abajo. Lo acosaba jugando y a él, obviamente, le gustaba el acoso. Él creía que yo le podía enseñar algo, y algo le enseñé: a no dejarse convencer por un mujer. La mujer, le dije, es experta en manipular. Cuando algo quiere, manipula, y cuando algo no le sale bien, inventa. Eso le dije a Angelito, mi víctima. A mí no… no me han acosado ni abusado a pesar de no “darme a respetar”. Curiosamente las que me acosan son otra mujeres. Mujeres que no me soportan. Mujeres obsesionadas con sus propios complejos y que acaban por atribuírmelos a mí. Las mujeres acosan de una manera más incisiva. Me acosan mujeres que no quieren nada conmigo. Mujeres heterosexuales que me acosan por sentir amenazadas sus respectivas “dichas”. ¿Cuáles dichas? Una mujer dichosa no acosa. A mí no. A mí no me acosan los hombres. Quizás porque en alto grado pienso como uno de ellos. Si me dicen “mamacita” en la calle, no me ofendo. A veces hasta me levantan el ánimo, ¡gracias, señor albañil! Pienso en su actual situación. Pienso que hoy todos los hombres se van a la cama haciendo un examen de conciencia. Pienso que piensan en que, tal vez, un día de estos, alguien salte acusándolos de algún crimen que no cometieron. Pienso, como siempre he pensado, que ser hombre es igual de complicado que ser mujer. También pienso que, contrario a lo que se exige, jamás lograremos igualdad por una simple razón: hombres y mujeres no somos iguales, y eso lo descubrimos desde la primera infancia. Es una cuestión física y no moral.

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