Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Y entonces vino la etapa de Tarzitan, en la que yo estaba completamente adherido a la historia que mi padre me había incluido y en la que yo era un modesto personaje. Mi padre me hizo amigo nada menos que del hijo de Tarzán, el hombre mono. Tarzitan visitaba el pueblo, para supervisar que no hubiera invasores malignos, ni que las bestias de la selva atacaran a los habitantes del pueblo y las rancherías aledañas, porque podían acabar con los gallineros, porquerizas y hasta con los caballos y vacas de los establos de la región. Y mi papá era el contacto, razón por la que le dijo que él tenía un hijo de su edad y que podrían ser amigos. Y claro que éramos amigos a través de mi padre como intermediario. Yo tenía un amigo generoso que invariablemente, me traía mangos y plátanos de la selva donde vivía con Tarzán su papá, Jane su mamá y Chita su amiga de juegos y aventuras.
Llegaba al pueblo sin previo aviso en “El diablo”, el camión de la una de la tarde, que manejaba Benjamín el del diente de oro. Pero a esa hora, ya no estaba yo en la plaza, yo ya había terminado de vender el periódico y me había ido a mi casa, aunque no fueron pocas las veces en las que me quedé a esperarlo, pero era justo cuando Tarzitan no venía. Me quedaba a esperar aquel camión en el que venía mi pequeño héroe, que a decir de mi padre, tenía el pelo muy parecido al mío, así como los ojos cafés claros, pero él hablaba el idioma de la selva, una lengua que también entendían los animales y de la que mi padre, por supuesto tenía un dominio completo. Hasta llegó a enseñarme las palabras “plátano”, “mango”, “árbol” en esa lengua que hablaba con aquel niño valeroso. Años después, supe que las palabras eran en inglés, o al menos una de ellas.
A veces me quedaba a esperarlo, y desde que “El diablo” aparecía en la plaza –con su ruidazo del motor, gracias al que lo habían bautizado como “El diablo”– comenzaba yo a temblar de la emoción. A su aparición por la calle de la presidencia, corría a su encuentro y después volvía a correr junto al camión sin perder de vista las ventanas, escrutando su interior. Cuando se detenía, agitado me quedaba enfrente para ver si aquel amigo que soñaba conocer, descendía por la escalerilla. Bajaban todos los pasajeros, descargaban los bultos de la canastilla y yo subía al camión vacío, ante la amable extrañeza de Benja, como le decía mi padre, sólo para comprobar que no estaba mi amigo Tarzitan en ninguno de los asientos. No, en efecto, no había venido.
Volvía hasta el negocio de mi padre y me decía: “Por la cara que traes, no vino”.
–No –le respondía con desánimo.
–Qué caray –decía mi padre lamentándolo–, le ha de haber tocado ir a supervisar Zacapu o Naranja, porque parece que por ahí andaba un león. Pero a lo mejor mañana.
Yo me iba a mi casa, pensando que Tarzitan andaría en aquella ciudad a la que algunas veces acompañaba a mi padre y a mi madre por mercancía, o a llevar el dinero de “la luz” que mi papá cobraba en la región. Pero mi esperanza no cesaba, porque al día siguiente que no me quedaba a esperarlo, me contaba mi padre que en efecto, Tarzitan había llegado y me había dejado un mango o un plátano, directamente desde la selva. Mi papá le había regalado una cocacolita. Y me relataba todo aquello que conversaban mi padre y mi amigo. Mi padre le daba informes sobre mi conducta y mi situación escolar. Y yo le hacía preguntas sobre cómo era mi amigo. Vestía igual que Tarzán su padre, y en la cintura, portaba un cuchillo de plata, andaba descalzo y como collar, llevaba un delgado bejuco del que pendía un silbato que hacía el pitido de un elefante y como amuleto, llevaba en la cintura junto al calzón de piel de leopardo, una garra de tigre.
Nunca dudé de los relatos de mi padre a la hora de la comida y mi esperanza de mantener viva la ilusión de encontrarme con mi selvático amigo, no desfalleció en ningún momento. Llegaría el día en que pudiera llevarlo al Río de San Juan o al Bordo de mi tío Pancho para nadar y que me diera una muestra de cómo podía dominar los árboles de las cercanías de mi casa y si fuera posible, que hablara con “El sultán”, mi perro o con “El Azabache”, el misterioso gato que vivía en mi casa y al que martirizábamos mis hermanos y yo, lanzándolo en un costal al aire para verlo volar. Pero lo que me intrigaba notablemente, era que subiera a los árboles con la facilidad de un mono o un pájaro y allá en la altura pudiera hablar con los pájaros. Verlo cantar, entenderse con ellos y verlos de cerca, como siempre me hubiera gustado a mí, tener su plumaje en las manos y sentir un pájaro temblar, mientras en mis manos cantaba.
Nunca llegó el día señalado en mi ilusoria creencia del relato en el que viví, autoría de mi padre, en donde convivía con mi amigo Tarzitan, pero La historia, siguió accionando su maquinaria y en secreto imitaba yo a mi amigo aquel, a la hora de subirme a los árboles, de nadar en las lagunas, de correr en las selvas que inventaba.
Nunca dejé de imaginar que allá en la Leonera había animales como los que en su vida ordinaria, Tarzitan veía de manera normal en su lejana selva. Quizás mi padre se olvidó de seguir con la historia, pero yo seguí viviendo en ella, como si hubiera aprendido a vivir como un niño de la selva, un niño salvaje con un cuchillo, aunque no de plata, una arma defensora de todos los peligros, que iba colgando en mi cinturón, por si acaso una bestia salvaje se cruzara en mi camino y yo pudiera salvar al pueblo de un feroz ataque.º
