La Loca de la Familia 

Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia

El primer lunes de cada FIL, es tradición que los escritores, editores, dealers y empleados de la industria editorial que van a la feria, asistan al Casino Veracruz, que es básicamente un salón de baile al estilo “Los Ángeles” o “El Califa”, en donde se dan cita bailarines profesionales y aficionados a la salsa y los ritmos tropicales. Esos bailarines llegan al Casino para bailar, para sacarle brillo a la chancla, como se dice. Los asiduos no van a embriagarse ni a comer. De hecho, en el lugar no sirven alimentos, si acaso un triste plato de habas. Sin embargo, el primer lunes de FIL, “El Veracruz” se convierte en una sucursal de la pasarela editorial que durante toda la feria se deja ver bebiendo y comiendo en el Hilton, sólo que ahí dentro, en la pista, todo el glamur y la pose triunfalista de los escritores suele irse al caño porque son escritores y no bailarines. Algunos (pocos) sacan sus mejores pasos arrabaleros, pero la mayoría regresa a una especie de estadio primitivo y da zapatazos sin ton ni son, aunque, eso sí, con mucha algarabía. Y si bien cada año es más difícil ver a los astros de las letras bailando con sus parejas o con sus fans, ese lunes es necesario para aguantar el resto de la semana trabajando y cabildeando y yendo de coctel en coctel, pues es difícil mantenerse arriba del tren del mame sin un break, sin una actividad que nos haga mover todo el cuerpo. Por eso este año llegue al Veracruz más temprano de lo habitual, así que naturalmente me tocó un buen lugar y me tocó la mejor perspectiva para poder ver quién llegaba, con quien llegaba y en qué estado llegaba. Eso es importante, ya que muchos llegan entonados o llegan trepados en el perico y así es mucho más fácil animarse a abrir pista, pienso. Sin embargo, los que llegan ya colocados, entran, por lo general, tarde; es decir, cuando la pista ya está a reventar. A mí en lo particular me encanta ver en la pista a Alberto Ruy Sánchez. No es por nada, pero Alberto brilla y destaca siempre en donde esté por su estatura y por esa aura maravillosa que lo precede. El autor de El Quinteto de Mogador es, sin duda, una de las almas de la fiesta, si no es que el alma principal. Sus movimientos son amplísimos, elongados y elegantes, rítmicos, pero sin demasiado artilugios. No necesita de exageraciones ni de dar vueltas a lo tarugo para que a la gente que está sentada se le antoje bailar a su lado. Sí, sí, me declaro fan de Ruy Sánchez, quien, además, es de lo más accesible y gentil, no como otros escritores que andan por ahí en plan de divas y que son realmente infumables, bailen o escriban. Lo que me encantó de esta visita al Veracruz fue que de pronto entró Emmanuel Carrère, para mí, uno de los mejores escritores de la actualidad, que además acaba de ser reconocido con el premio FIL de este año. Por desgracia cuando pasó por mi lugar, yo me encontraba en el cuarto de fumadores, que es algo parecido a un picadero de adictos a la heroína. Un cuarto frío y oscuro donde todos fuman y nadie habla entre sí. Muy desagradable. Tanto, que desde esa noche pensé seriamente dejar el vicio. Allí estaba yo, enfriándome y apestándome a lo tonto cuando Carrère pasó por mi mesa y yo ni en cuenta. Fue hasta que regresé que mi pareja me dijo: “acaba de pasar Carrère”, y yo de inmediato empecé a buscarlo y no fue difícil dar con él. Estaba en la mesa de Volpi, platicando con Volpi y con otros contertulios que parecían (o eran) franceses. Lo curioso es que Carrère no estuvo mucho tiempo sentado, si no que se paró a mirar muy de cerca de la orquesta que amenizaba la noche. Una orquesta se vestía y cantaba y se movía como La Santanera, sin ser La Santanera. Carrére no daba crédito del espectáculo. Lo sé porque lo vi acercarse ya a las trompetas, ya a las cantantes, ya a los percusionistas, examinándolos como se examina a una horda de orangutanes histéricos, así Carrère, que se meneaba discretamente y sonreía dejando al descubierto toda la cartografía de su rostro. Un rostro impactante e inquietante que tuve la oportunidad de ver a centímetros en una de sus conferencias. El rostro de un escritor en crisis, como él mismo lo ha declarado al diario El País. El rostro del hombre, del intelectual que ha sido ateo y luego católico de hueso colorado y luego agnóstico. El rostro de quien sabe que es un rockstar, pero no un rockstar que deba perder el tiempo pavoneándose de su éxito, sino de un rockstar que se preocupa por mantenerlo e incrementarlo, así el rostro de Carrère, que miraba pasmado al del trombón y a la chica del güiro. Carrère miraba a la banda y yo miraba a Carrère con ganas de acercarme y sacarlo a bailar para llevarlo un paso más adelante en su asombro, pues si la música es demencial, los pasos y las vueltas y los caderazos lo son más, sin embargo, me aguanté las ganas y regresé a lo mío dejando en suspenso aquel baile que bien me pudo llevar a los brazos de uno de mis héroes literarios, pero, pensándolo bien, mi marido qué culpa, ¿o no?

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