Me lo contó la Luna
Por: Claudia Luna / [email protected]
Cruzar la puerta, abrir la mente y desechar los conceptos en los que había creído gran parte de mi vida, para remplazarlos por ideas nuevas, es comparable a arrancarme la piel a pedazos. A ratos, puedo ver claramente a dónde quiero llegar. Me parece un lugar conocido. Me lleno de paz y me considero capaz de lograrlo. Otras veces, siento que me meto en un hoyo negro de dolor sin fin y oigo cómo me rechinan los dientes. Es como el consabido ejemplo de la mariposa que sale de su capullo. Sólo que, en mi caso, en lugar de capullo, se trata de una fina capa de caramelo pegada a mi cuerpo que lo cubre por completo. Para salir al exterior, tengo que romperla. Pero cada vez que hago por quebrarla, me arranco una parte de la piel.
Ayer, en clase de meditación, Guadalupe, la guía, nos dijo: “La iluminación, no la van a lograr acostados en la cama. Hay que trabajar. Es un trabajo constante y los resultados se pueden dar gradualmente o en un momento”. Cuando Guadalupe habla de “iluminación”, se refiera a la paz, a la calma interior que llega cuando logramos vivir en el presente, en el ahora.
Hace años, durante una terapia de medicina alternativa, Andrew, el doctor, comentó algo que nunca voy a olvidar: “Darse cuenta de las cosas no produce ningún cambio, no hace diferencia, no sirve”. En ese momento me pareció un comentario cruel e insensible porque yo apenas estaba en una primera etapa, empezaba a ver y a descubrir conceptos nuevos. Lo que me parecía una gran hazaña. Hoy entiendo a qué se refería Andrew. Únicamente cuando actuamos sucede el milagro que deseamos. De nada sirve saber dónde está la puerta si no giramos la perilla y cruzamos el dintel, pero una vez del otro lado, tenemos que empezar a caminar.
Después del huracán de septiembre, salí a la calle para encontrarme una ciudad cubierta por árboles caídos. Había árboles grandes y fuertes arrancados de raíz que habían sobrevivido a otros huracanes y que seguirían en pie de no haber sido por la fuerza devastadora de Irma. Por su parte, las palmeras permanecían ahí, erguidas. Se habían salvado gracias a su flexibilidad, se mecieron con el viento sin romperse. A través de estas imágenes he comprendido que ser flexible no es aceptar las cosas como víctima. Más bien, es ser capaz de transformarlas dándoles la vuelta 180 grados, más aun, caminar alrededor de ellas para mirarlas por todos sus lados.
Sí, a veces me da miedo deshacerme de mis viejos y queridos conceptos (herramientas, las llamo ahora) para cambiarlos por otros o para dejarlos a un lado y caminar yo sola. Y siento un sudor frío que me paraliza. Pero en momentos como esos, vuelvo a escuchar la voz de mi papá cuando me decía: “Hay que sacar la casta, mija”, y soy capaz de continuar mi camino.
