Figuraciones Mías 

Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

De aquel viaje al poblado de Tamaulipas, ya en las cercanías de la frontera y donde estaban viviendo mis dos hermanos –hasta entonces desconocidos para mí–, me persiguen muchas imágenes que se enciman unas a otras y algunos de los recuerdos, se convierten en preguntas, como: ¿Por qué mis hermanos habían elegido vivir y trabajar allá? ¿Por qué precisamente en el norte del país y no en los Estados Unidos? Quizás por sugerencia de otros parientes que desde antes, allá vivían, aunque también desconozco las razones por las que estos familiares estaban viviendo en esos poblados con mayor arraigo; tal vez iban a la pizca de algodón y allá se fueron quedando poco a poco, como suele ocurrir en esas maneras de éxodos familiares. El pueblo de Vallehermoso, en la familia siempre fue respetado y se tenía una opinión de ser un lugar de progreso del que mis hermanos eran parte. Los aviones que desde la sorpresa señalábamos en el cielo, representaban el viaje de mis dos hermanos, también creo que significaban, la altura en la que en mi imaginación vivían. Un significado que también tenían aquellos que trabajaban en “el norte”, donde vivían todos los braceros o espaldas mojadas que también “arreglaban” su residencia con mucho orgullo, como si “arreglar papeles” les diera el rango más alto en los escalafones sociales del pueblo. Mucha fue mi decepción cuando supe que el papá de un amigo que llegaba en una gran camioneta, allá en California, trabajaba en un restaurante lavando platos. ¿Por qué entonces parecía tener un rango más alto que otros que eran campesinos en el pueblo? Comenzaban mis preguntas a las que debía darles respuesta. Poco a poco, con la observación e información, las fui encontrando. Poco a poco fui comprendiendo –como padre aseguraba– que la ignorancia no la quitaban los dólares, ni el mucho dinero, la mucha ropa y las camionetotas que la gente pudiera tener. La ignorancia es invencible, cuando los que la viven, no la advierten en su propia vida y los mantiene en sus galerías, ciegos y ausentes.

Ahora puedo recordar paisajes y escenas del viaje con mayor claridad, por las muy pocas fotos que han quedado y en las que puedo verme sonriendo con mi primo Luisillo de la misma edad que yo, abrazados y de pie bajo el anuncio del taller de mis hermanos: “Servicio mecánico Coria”. Otra foto con el mismo primo Luisillo, hijo de mi tía Cata, hermana de madre, sobre el cofre de una camioneta negra, Chevrolet modelo cincuenta y cinco en la que yo sonrío como un niño feliz.

Recuerdo a Jessy, una prima más, hermana de Julián que se vestía y se peinaba como James Dean, hijos de mi tío Benito que siempre estaba sonriendo vestido con un traje gris y que tenían una casa cerca de un canal. Era medio fanfarrón, según la apreciación de padre. Jessy me regaló unos pantalones cortos a los que en un principio me resistí a ponerme, pero en la foto de la camioneta, aparezco con ellos puestos. Era un mundo de autos, porque para la visitas, se debía ir en coche o camioneta, porque las distancias eran largas en aquellas planicies de tierras de cultivo. Hablaban de los bailes, en los que bromeaban diciendo que a las muchachas de Valle hermoso y Santa Polonia, cuando bailaban les decían: “míralas allá vienen, míralas allá van”. Un mundo extraño y en donde padre y madre, eran bien recibidos con el hijo menor que era yo. En cada casa me daban algo de regalo y por supuesto, tortillas de harina que muy bien sabían hacerlas; hasta hoy día cada queda he probado las tortillas de harina con café con leche, pienso en aquellos días. (Hace muy poco mientras visité a mi sobrina Verónica, hija de mi hermano Luis, hizo tortillas de harina y me recordó profundamente el remoto viaje).

En las visitas a los parientes a los distintos poblados donde vivían, me dieron pequeños regalos que ya no recuerdo, pero hubo uno que se volvió de suma importancia para mí. Me regalaron un chango con manos humanas y con su cara plástica de tamaño de un bebé humano que al momento de recibirlo de manos de mi prima Jesssy, hizo que le preguntara algo y el simpático changuito, en brazos de ella, me contestaba moviendo la cabeza con un“si” o un “no”. Aquel regalo que misteriosamente respondía y me había impresionado, fue la despedida de mis primos y primas que me cuesta recordar y el Chango fue destinado a una caja hasta el regreso.

Cuando volví, quise verlo, aunque siempre le tuve cierto temor, porque respondía las preguntas. A solas, lo senté frente a mí y le pregunté algo. No contestó. Le pregunté más y más y aquella bestia amarilla no contestaba a ninguna de mis preguntas y le pregunté repetidas veces hasta llegar a los golpes y bofetadas que le propiné sin recibir respuesta de aquel juguete con el que me habían engañado. Un juguete que se hizo conocido por aquella suerte de juego en el que el imbécil del chango, nunca contestó a mis preguntas. Nunca volvía jugar con ese juguete inútil que me había traicionado. Yo había soñado durante el viaje de regreso con aquel animal que respondía a mis preguntas asintiendo y negando con la cabeza y el gesto de sonrisa que no podía olvidar. Nunca imaginé que detrás estaba la mano adulta de mi prima moviendo la cabecita bajo las leyes del juego que en ese momento yo creí como una verdad irrefutable. El hecho aquel, se convirtió en una anécdota de la que todos reían, pero no pensaron que la descubrí muy pronto y de una manera violenta, como sucedió. Nunca más jugué con aquel muñeco que me pareció un traidor, y no me importó lo valioso que todos decían que era y odiaba que muy seguido, en mi casa, se rieran de mí por haber creído que el chango idiota hablaba.º

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