Figuraciones Mías
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria
Anochecía ya cuando vi el cielo distinto. Un cielo muy diferente fue aquel. Estaba seguro que el cielo se había acercado demasiado al patio de mi casa, pero era comprensible, porque era nada menos que el cielo de aquel inolvidable cinco de enero de 1964.
La claridad del día no estaba totalmente vencida; balbuceaban los últimos rayos de luz. Yo de pie en el patio miraba el cielo, con el deseo de verlos volar en la inmensidad, cargados de juguetes hermosos, nuevos, con cajas enormes de galletas y colaciones de las que tenían un sabor totalmente distinto a las galletas y colaciones terrícolas que vendía Chucha o don Erasto en la plaza. No, aquellas galletas de animalito eran de otro mundo, comenzando por su sabor. Miraba con ahínco aquel cielo y quería verlos descender como pájaros, aunque sabía que los elefantes, los camellos y caballos no volaban, pero ellos sí, ellos eran capaces de todos los imposibles y de las mayores hazañas, como venir desde el desierto más lejano y regresarse en una sola noche. O como meterse al cuarto por la cerradura de la llave.
Allí, me veo parado mirando el cielo de la esperanza, entre el viejo árbol del zapote, la palma y el jericó. Con la mirada, buscaba a esos seres que mi padre conocía y de los cuales personalmente él era su amigo. No cabía la menor duda, eran seres extraordinarios y como que yo me llamaba por mi nombre, existían. Eran nada menos que Los Reyes Magos.
Para mí, la familiaridad con aquellos hombres del cielo, era grande, porque mi relación con ellos, radicaba en que la noche del día cinco, con mis propias manos, ayudaba a dejar el agua repartida en tres cubetas, para la sed de los portentosos animales y barrer las cercanías del tronco del Zapote del patio y del fresno de más abajo, porque era donde “los reyes”, acostumbraban cada año, atar el camello, el elefante y el caballo blanco, que montaban con su capa larga y sus coronas de oro (más tarde, mi padre dejaba junto a las cubetas, cagarrutas y pasojos que nos refería como el excremento del camello, sobre todo, porque era el más cagón.
Aquello era lo menos que podíamos hacer y en ello, aprendíamos la gratitud, ante la generosidad que prodigaban aquellos hombres–magos, que hasta donde recuerdo –y nacidos del relato de mi padre–, nada tenían que ver con la iglesia católica, porque lo que hacía la iglesia, era disfrazar a personas conocidas del pueblo de Reyes Magos al día siguiente, cosa que yo nunca creí. Yo estaba seguro que ninguno de aquellos falsos “reyes”, habían dejado nada en mi zapato izquierdo sin bolear y de preferencia viejo, para que los verdaderos Reyes Magos pudieran ser testigos de la pobreza, que no era mentira del todo. Aquellos entraban por el ojo de la cerradura, y no los vestidos del día siguiente, que yo los conocía y sabía sus verdaderos nombres. Llegamos a darles ligazos, con cascaras de naranja cuando estaban parados y derechitos en el falso nacimiento.
Era un cielo luminoso y frío. Debí haberlo visto violáceo, teñido de colores que me daban esperanza. En algún momento, recuerdo haber visto un cielo verde e iluminado. Y ahora lo entiendo, aquellas visiones eran resultado de mi alegría que al día siguiente tendría una bicicleta verde, porque uno de mis primos me había dicho que a él le iban a traer una bicicleta verde (él ya sabía quiénes eran los reyes y había visto la bicicleta escondida en su casa tres días antes y se hacía menso, pero jamás me confesó ni una cosa, ni otra. Quizás fue compasivo y por eso no me lo dijo y me dejó en mi creencia de que los reyes venían del cielo).
Me describió la bicicleta como si también él fuera un mago y yo de inmediato, quise que me trajeran una igual. No sabía manejarla, pero con ella aprendería. A solas, hice los planes para pedirla, pero nunca lo mencioné y así, durante tres días imaginé día y noche aquella bicicleta verde que también yo merecía. Y cuando mi madre nos ponía a rezar a mis hermanos ya mí el estribillo de “Gloriosísimos reyes magos, por los pasos que dieron, desde jerusalén hasta belén…”, etc., etc. al final en voz baja, yo pedía la bicicleta verde. Y pensaba en ella como un fiel creyente de que los Reyes, adivinaban el pensamiento de los niños buenos y yo era uno de esos, a decir de mi padre.
Aquella imagen de la bicicleta verde, estaba totalmente madura en mi pensamiento, la tarde en la que yo miraba contrito y lleno de esperanzas, el cielo hermoso. Tenía la seguridad que la bicicleta vendría por aquel aire, como un prodigio y la podían dejar con toda confianza en el corredor, porque tal vez ella no iba a pasar por la cerradura de la puerta.
Aquella noche, oímos Kalimán en la RCN, merendamos, rezamos, dejamos el zapato y nos fuimos a dormir. A mí me costó mucho trabajo conciliar el sueño, pero lo hice porque los Reyes “todo lo ven, todo lo saben”.
En la mañana me despertó mi hermano Polo. Me levanté de inmediato. No vi la bicicleta y en su lugar había un pequeño patín rojo de tres llantas. Yo ya sabía manejar patines de dos ruedas, ¿por qué me traían uno de tres y no la bicicleta que les había pedido? También estaba allí, en el zapato, una pequeña bolsa de galletas y colaciones y un saxofón de plástico verde, igual al otro para mi hermano, que era rojo. Salimos a la calle para hacer sonar el tristísimo saxofón, que no sonaba mal. Eran las cinco de la mañana y los dos tocábamos los saxofones; Mi hermano estaba muy alegre por su regalo, pero el sonido del mío, era un reclamo.
Yo tocaba el saxofón fuerte para despertar y molestar a todos en el barrio, pero sobre todo, quería que aquellos traidores que seguramente iban por el cielo todavía oscuro, escucharan en mi melodía, un reclamo y mi decepción.
Más tarde vi a mi primo montado en su bicicleta verde. Nos vimos en la plaza. Era de verdad hermosa aquella bicicleta.º
