La Loca de la Familia
Por: Alejandra Gómez Macchia / @negramacchia
Confieso que durante varios años he asaltado de una y mil maneras el celular de mi marido. He hecho de todo: en un principio, el muy iluso, dejaba sin contraseña el celular pensando que yo era una mujer respetuosa y sin fantasmas. Y lo era, hasta que un día la curiosidad quiso matar a mil gatas y me metí a hurgar. Desde ese momento utilicé todo tipo de estrategias para espiarlo. Desde mirar por la ventanilla del auto el reflejo del celular para ver la contraseña, jornadas largas de meditación pensando en el código de acceso (fechas importantes, números clave) hasta apañarlo cuando llegaba con copas. Esperaba a que se durmiera y le ponía el dedo en el botón que tiene registradas las líneas de su dedo, entre otras muchas artimañas que siempre funcionaban. Inventé hasta dos cuentas de Facebook falsas: una para ligármelo y ver su modus operandi, y otra a su nombre, para ver con quién se escribía a mis espaldas. De ahí, las cosas se ponían sabrosas: arremetía contra él con toda mi furia. Cada vez que no estaba en casa, lo llamaba por teléfono miles de veces. Si no contestaba, le tuiteaba cosas como: “ya te vi, don cabrón, sé en dónde y con quien estás”. Estaba loca. Las escenas de celos degeneraban. Lo iba a buscar al lugar donde me decía que estaba: sí lo encontraba, hacía una aparición histriónica en su mesa. Si estaba con una mujer, me montaba en el papel de María Félix y le decía al mesero: “recojan las cosas de este hombre y échenlas a la calle inmediatamente”. Si estaba con amigos, igualmente me sentaba y terminaba bebiendo con ellos. Estaba loca. Y le gritaba y lo perseguía y lo espiaba. Una vez llegué a ocultar en su auto un celular en desuso para grabar sus conversaciones mientras él iba manejando (su voz de perifoneo me facilitaba las cosas). En la noche escuchaba el celular y si hallaba algo sospechoso, se le aparecía el diablo. ¡El puto demonio con trenzas! Hasta escribí un libro que incluía tips sobre cómo descubrir a tu patán. Sí, sí, confieso que desde esas cuentas falsas amedrenté a sus amigas y les dije cosas como: “¿sabe tu marido que andas de arrastrada?”. Y las mujeres desaparecían (si eran listas) porque es conocido en el pueblo mi sutil arte de evidenciar al enemigo. Sí... he hecho eso y más. Ahora estoy rehabilitada, aunque a veces me entra la cosquilla. Cuando eso pasa, vuelvo a pensar en “La Félix” y en eso que decía: “¿quieres dejar a un hombre? ¡Investígalo!”. Y como no lo quiero dejar, pues mejor ni busco. Me di cuenta de lo innecesario que era todo esto hasta que una loca más loca que yo me la aplicó, es decir: la loca un día se dio cuenta que yo chateaba con su hombre y arremetió contra mí con una vulgaridad aún mayor que la mía. No había nada grave en esos chats, nada que le incumbiera a la loca mayor. En ese momento me di cuenta lo ridícula que me veía al armar semejantes shows. Pero sí...mi marido me veía con terror: como a Katy Bates en “Misery”, o a Glenn Close en “Atracción fatal”. Y el pobre no podía soltar su teléfono ni para bañarse y en las noches lo ponía bajo llave (pero yo encontré la manera de abrir la caja de seguridad).
Si eso no es violencia y acoso, ¿qué es? ¿Amor desenfrenado?
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